Moncho Carrapeita aguantó el tipo maravillosamente durante 102 kilómetros. No dijo una sola palabra. se limitó a quedarse cruzado de brazos mirando la infinito.
"Mejor así, ¡ojalá no abra la boca en todo el viaje!", pensó "El Trestuestes".
-¡Quiero mear!
Previsible, el nene empieza a tocar las narices.
-¿Todavía te queda ginebra de anoche? Pues no pienso parar hasta dentro de 50 kilómetros.
-¡Pues me lo hago en el coche y te jodo la tapicería!
-¡Te recuerdo que no tienes calzoncillos limpios, capullo!
-¡Pues me la saco!
Por fortuna, a José Luis Trestuestes le quedaba un álito de sentido común y se dio cuenta de que se estaba rebajando al nivel de un adolescente: lo último que debe hacer un profesor, y lo primero que hace en demasiadas ocasiones.
-¡Vale, vale, ya paro!
Moncho Carrapeita sonrió satisfecho. Había ganado el primer asalto.
El sitio no tenía mala pinta. Había muchos camiones fuera, y eso es siempre buena señal.
-De paso, vamos a comer algo. ¿Tienes dinero?
Carrapeita asintió.
-Tengo un montón, estoy tan bueno que las tías me pagan las copas.
-¡Pues hala, pide!
-¡Ponme un cubata de ron!
-¡Cómo no, caballero!
El camarero, bigotudo y curtido en mil batallas de restauración de carretera, sacó un refresco y se lo sirvió al muchacho.
-¡Oye!, ¿y el ron?
El camarero ignoró a Carrapeita y se dirigió a Trestuestes.
-Bueno, el niño ya está servido. Ahora, ¿qué tomará el señor?
"El Trestuestes" sonrió. Empate a uno.
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