Era su trece cumpleaños. Ithar se despertó sombrio y el abrazo sonriente de su madre poco hizo por animarle. Era la primera vez que su abuelo no estaba allí para darle la respuesta que Ithar necesitaba a la pregunta de todos los años.
-Mamá, ¿cuándo crees que me llamarán?
-¿Llamarte, quién?
-Ya sabes, los del ejército.
-¡Qué tontería dices, todavía eres un crío!
-Ya, pero en el cole se oyen rumores...Dicen que por culpa de la maldita guerra cada vez hay menos hombres...Que en algunos sitios ya están reclutando a los chavales de 16 años, y los mandan directamente a la primera línea de fuego.
-¡Tú no te creas esas tonterías, Ithar!
-¡Yo no quiero morir, mamá, pero si es necesario hacerlo para protegerte de los iraníes, lo haré!
La madre abrazó a su lloroso hijo. ¿Ir a la guerra? ¿Cómo podía ir a la guerra un niño que sollozaba en brazos de su mamá?
De camino a la escuela, Ithar intentó librarse de sus fantasmas diarios, sin éxito. Ahí estaba, constante, esa maldita angustia que se le pegaba a las sienes y no le dejaba respirar. Todos sus compañeros conocían a alguien -muchos, a varios- que habían ido y no habían regresado: padres, hermanos, primos...Ithar se preguntó cómo sería no vivir en guerra. Él ya no se acordaba, era muy pequeño cuando toda aquella locura había empezado.
Ithar ya estaba mentalizado de que iba a morir combatiendo en aquella absurda guerra. La única duda era cuándo.
Y era un pregunta a la que no tenía la más mínima prisa por encontrar respuesta.
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