El comandante Percañón se despertó sobresaltado y sudoroso. Miró el reloj: 14 minutos hasta la hora de ponerse en marcha, no merecía la pena intentar volver a conciliar el sueño. Le había costado horas, así que era poco probable que lo volviera a lograr en menos de quince minutos.
Percañón era ahora el jefe de su amado escuadrón 122 de Torrejón, algo que él jamás habría pensado que ocurriría. Al casarse, Menchú y él habían planeado que dejaría de volar para el ejército a los treinta y pocos, para pasar a la plácida vida del piloto de líneas aéreas. Y las circunstancias parecían favorecer dichos planes: el Ejército del Aire iba a retirar los F-4 Phantom en favor de los nuevos EF-18 ("Bizcocho" para los amigos) y a un piloto de 34 años no se le suele ofrecer aprender a volar un aparato nuevo.
Por eso, cuando el coronel Huertas le planteó la posibilidad de ir a Zaragoza a hacer el curso de EF-18, Percañón no supo qué decir en principio. Luego, tras meditar unos instantes, dijo lo que cualquier hombre ante tal trance: "Lo tengo que consultar con mi señora".
-Pero, ¿cuánto tiempo más de volar sería eso?
-Nada, tres o cuatro años como mucho, es que quieren que aporte mi experiencia para adaptar e integrar al EF-18 en el Ejército del Aire.
-¿Prometido?
-Prometido.
Los cuatro años a lo sumo ya se había convertido en siete y contando. Percañón había pasado seis en Zaragoza y ahora había vuelto a Torrejón. Y, para colmo, lo había destinado como segundo al mando del Destacamento Ícaro, encargado de operar sobre la Antigua Yugoslavia.
Decididamente, Menchu era una santa.
Hasta el momento, las misiones del Destacamento no habían sido muy diferentes de lo que hacía en casa: largas y aburridas patrullas aéreas en las que jamás se presentaba enemigo alguno.
Pero todo eso iba a cambiar, en cuestión de horas, la OTAN iba a pasar al ataque, y el comandante Percañón había sido seleccionado para pegar uno de los primeros puñetazos.
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