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domingo, 17 de junio de 2012

Los Custodios del Honor.

"Este equipo sólo sabe ganar. Cada vez que un hombre salta a la cancha con nuestra camiseta, es custudio de nuestro orgullo, de una tradición centenaria de lucha, honor y victoria".

Estos entrenadores de ahora, con su piquito de oro reglamentario.

Las declaraciones venían a cuento del último partido del campeonato: el empate les valía a ellos para ser campeones y al otro equipo para salvarse.

Pocos dudaban de cómo iba a terminar aquello. Por eso, mientras el facundo técnico se lucía en la rueda de prensa, los muchachos de los medios sonreían con diferentes grados de incredulidad guasona.

De hecho, una conversación telefónica al más alto nivel de importancia y confidencialidad entre ambos presidentes ya había sellado el pragmático pacto entre golfos.

"¿Que haría usted? ¡Pues lo mismo que yo o que cualquiera!", se limitó a responder lacónico el capitán de uno de los equipos damnificados a pregunta de un reportero local.

Y entonces, llegó del domingo D a la hora H, en el vestuario visitante.

-Bien, chicos, vamos a procurar disimular un poco. La idea es jugar normal, pero si algún equipo se va de dos goles, se pisa el freno y se permite que el otro empate con el máximo disimulo posible.

Los jugadores se limitaron a asentir y saltar a la cancha.

Al descanso, cero a cero. "Manos mal que no nos hacía falta ganar, porque estos cabrones son duros de pelar en su campo", dijo riéndose el tramposo entrenador.

Los jugadores se limitaron a asentir y saltar a la cancha.

Llegó el descuento sin que hubieran llegado los goles, aunque con juego aguerrido y oportunidades. "La verdad es que estos chavales son unos maestros del disimulo, porque, si yo llegamos a saber lo que sabemos, hasta nos habría parecido un buen partido de poder a poder", sentenció un influyente comentarista.

Era la última jugada. Los presidentes en el palco ya se ajustaban las corbatas para felicitarse mutuamente, el entrenador visitante ya posaba para los fotógrafos.

Al borde del área grande, el central visitante controló la pelota. Percatándose de que el árbitro ya miraba su reloj, se giró y tocó el balón hacia su portero. Éste, con gesto impávido, abrió las piernas y dejó que el balón se colara mansamente en su portería.

El presidente visitante entró en estado de shock, mientras que el entrenador había caído de rodillas con las manos en la cabeza. Los locutores, pillados a traición, también tardaron en cantar el gol.

El arbitro, sin duda el más frío de todos, se limitó a señalar el centro del campo y, nada más sacarse, el final del partido y la liga.

Los jugadores locales se abrazaban celebrando la permencia, mientras que los visitantes iniciaron en silencio el camino en dirección a los vestuarios, pero fueron interceptados por su entrenador, que llegó corriendo desde el banquillo y le lanzó una patada de karate a su portero. Éste la esquivó sin dificultad.

-¿Qué has hecho, hijoputa? ¡Qué has hecho! -berreó el técnico.

-Usted mismo lo dijo: este equipo tiene un honor que defender, un honor basado en pelear siempre por la victoria. Es preferible perder una liga que ganarla manchada de una deshonrosa sospecha. Ligas hay muchas, amigo, pero honor sólo uno.

El resto de jugadores recibieron las palabras de su portero y capitán con una salva de aplausos. Ellos también habían llegado a su propio pacto antes de empezar el partido, pero el suyo era de caballeros.

Aquel era, sin duda, un equipo especial.

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