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lunes, 1 de febrero de 2010

Pelos por la Cara (Haciendo el Gillette-pollete).

Todos los hombres hemos llevado barba en alguna época de nuestras vidas: por rebeldía juvenil, por vagancia (también muy juvenil), o por la novedad ilusionada de que ya tenías barba.

Luego, un día te miras al espejo y te dices: "¡joder, si parezco un líder sindical de provincias!" Y vas y te afeitas. Y ya la has fastidiado, porque coges el hábito y te vuelves un monje cartujo de la orden de la maquinilla y la espuma a diario (esa espuma de aspecto tan apetecible, que te quedas con ganas tremendísimas de darle un tiento).

"Esto es una temeridad akamikazada", me repito cada mañana. "Estando como estoy, más dormido que despierto, coger este arma asesina de tres hojas y pasármela por la garganta, como un funámbulo al filo del degüello".

y tanto riesgo para que ese capullo de hondo pasado militar que todos tenemos en el trabajo tire de deformación profesional y te localice los dos únicos pelines que han escapado a la masacre del general Gillette. "¡Esto son dos días de arresto!", te descerraja mientras pasea su dedo por tu gaznate, al más puro estilo del mayordomo aquel del anuncio.

Sí, sólo hay una esclavitud mayor que el afeitado dentro de los angostos límites de la coquetería masculina: llevar la barba arregladita.

Barba blanca y poblada: un lujo sólo al alcance de las grandes figuras bíblicas. Si te la dejas tú, oirás cómo dicen: "¡mira ese, qué pinta! Seguro que también tiene el "Síndrome de Diógenes").

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