Nadie se fija en que hay estanterías salvo cuando faltan.
Asilo de la letras, de los libros que se leyeron tiempo atrás, se intentó leer o jamás se abrieron. Trastero del saber de las enciclopedias que pagan cargadas de cadenas polvorientas el precio de la obsolescencia que les encajó Internet.
Metros y metros de lomos, tomos que nunca más se han de abrir, por mucho que ellos jamás pierdan la esperanza, y a diario sueñen con poder compartir su ciencia, con la misma ilusión que un niño prepara un festival escolar.
Figuritas de mayor o menor belleza, plenas o carentes de gusto. Jarrones del lejano oriente de la tienda de la esquina. Belleza frágil compartiendo espacio con recuerdos enlatados en forma de foto descolorida en marco de plata.
Y esos discos que se van a pasar a CD, algún sábado de estos desde hace cien sábados.
En suma, pura decoración, con vocación frustrada de paraíso de las artes y las letras.
Pero cualquier salón está irremisiblemente desnudo sin ellas.
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