Y, después de todo, ¿qué tenía aquel tipo de especial?
Pues todo, era perfecto, y el contacto diario no hacía sino refrendar la impresión que toda la sociedad tenía del padre Benvole.
Ni un mal gesto, ni una mala contestación, ni una mala cara...El padre Benvole era exactamente lo que aparentaba ser, sin trampa ni cartón.
Irradiaba luz.
Pero lo malo es que, si uno está demasiado cerca del sol, las sensaciones no son tan agradables: el agradable calorcillo que invita a la siesta se vuelve un calor que achicharra y la luz deja de iluminar la oscuridad para volverse insoportablemente cegadora.
Así que, por incomprensible que pudiera resultar a todo la Humanidad, el padre Juliano odiaba a Benvole con todas sus fuerza, con toda esa alma que -a fuerza de estar expuesta a ese sol día tras día- estaba todo el día sumida en una insoportable ceguera producida por tal exceso de luz.
Matarlo, había decidido matarlo. Lo más sencillo habría sido pedir que lo relevaran de ese puesto y alejarse de Benvole, pero no habría servido de nada. La necesidad, ese inexplicable sed de acabar con un sol que no paraba de cegarle, era más fuerte que él.
El padre Juliano era víctima, presa de la fotofobia del Alma y sólo había una manera de librarse de ella.
Poco importaban las previsibles consecuencias que aquello acarrearía: cuando algo ciega cualquier parte tu cuerpo, es imposible ver, y cuando uno no ve lo más probable es que acabe cayendo por un precipicio.
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