"El Sol de la Cristiandad", así había calificado un prestigioso columnista al padre Benvole. Y no le faltaba razón: el sacerdote parecía que iluminaba cualquier lugar por el que pasara: daba esperanza a los que la había perdido, era la voz de los que jamás eran escuchados... "El Papa de los que no creen en el Papa", había llegado a aventurar otra pluma de campanillas.
-Por el Amor de Dios, no, no, no...¡No me comparen con el Santo Padre, por caridad se lo pido!- Hasta enfadándose era dulce y tierno.
Pero no hubo problema, ni celos, ni reticencias. Tal era la luz de Benvole, que el Obispo de Roma dio por zanjado el asunto con una sonrisa y un lacónico: "El padre Benvole y yo estamos en el mismo equipo, y él es uno de los mejores jugadores".
No obstante, y por mucho que le fastidiara, eran legión los que venían en Benvole a un Papa alternativo, y mucho mejor.
Eran los mismos que se arremolinaban a la puerta de aquel comedor, los que le besaban las manos, los que se hincaban de rodillas sobre el barro...
"¡Por favor, levántate, hijo!"
Y, detrás, testigo de la escena, el padre Juliano.
Había pedido ser el asistente personal de Benvole, sin duda también atraído por aquella luz que emanaba de sus actos y sus sonrisas. Esperaba que aquella claridad también iluminara su vida. Pero no había sido así...
Juliano puso una mueca de disgusto y buscó rápidamente sus gafas oscuras. El sol le había pillado a traición a la salida de aquel comedor.
Y el padre Juliano padecía de fotofobia.
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