Blanquita Suárez Vic sonreía mucho de niña, y de adolescente, pero, después de lo que pasó en casa -mejor no nombrarlo para no recordárselo- no se le quita el gesto de tristeza del rostro.
Ese mismo que el Padre Perales apreció sin aprecio al verla entrar por la puerta de la capilla. Él sentía por Blanquita el cariño especial que se siente por toda la gente que es especialmente cariñosa contigo, y había hablado con ella en infinidad de ocasiones, para tratar de ayudarla a echar a ese diablo doloroso de su cuerpo de una vez por todas o, al menos, para que se animara un poco.
Siempre había cosechado poco o ningún fruto.
Entonces, el coro de voces mixtas -por aquello de que algunas eran malas y otras francamente horribles- de los alumnos entonó brioso el primer canto de la ceremonia.
Victor Cañaloso era famoso por sus gallos, y aquel fue de los antológicos.
Las risas reprimidas -tanto por respeto tirando a pena hacia Cañaloso como por miedo al castigo- brotaron por toda la iglesia.
Blanquita fue de las que peor disimuló. Por esos milagros inexplicables -o casi- de esta vida, la falta de afinación de un compañero había tenido éxito donde cien psicólogos, y el propio Padre Perales, habían fracasado.
Percatado de la circunstancia, don Emiliano -cascarrabias para variar- se dirigió presto a reprimir a la díscola Blanquita.
Pero el Padre Perales también se había dado cuenta de la situación, y, al más puro estilo de defensa central, duro y leñero- salió al cruce y, acercando su boca al oído de Don Emiliano- le descerrajó en un susurro:
-¡Como le eches la bronca a Blanca, te meto una hostia que te mando a urgencias!
Don Emiliano se quedó seco, parado, pálido, en estado de conmoción.
El Padre Perales se volvió tranquilamente al altar, al tiempo que le pedía perdón a Dios por su imperdonable acto de blasfema soberbia.
Pero es que hasta los hombres de Dios tienen derecho a ser humanos de vez en cuando, y, sin duda, aquella ocasión así lo demandaba.
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