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martes, 10 de agosto de 2010

Yo Nunca Tuve un Yoyó Russell.

Es (uno más) de mis traumas infantiles.

Seguramente, si usted tiene menos de 30 años, sabe qué es un yoyó, pero nunca se ha molestado en jugar con uno. (Normal. Sin duda, si yo hubiera tenido una Play-Station con 8 años, también le habrían dado morcillas a todos los juguetitos simplones de la época. Por suerte no fue así, y desarrollé una capacidad de divertirme con poca cosa que atesoro como una de mis más preciadas facultades).

El caso es que, en aquellos ya remotos años 80, el dichoso yoyó se ponía de moda, y durante un par de semanas no se hacia otra cosa en el patio (y luego se iba tan rápido como había venido, y nos daba por cualquier otra locura efímera, como los cromos de Disney o las vueltas ciclistas de chapas).

El Yoyó (con mayúsculas) era el de la marca Russell, que se presentaba en diferentes modelos de 2, 3 y 4 estrellas (creo que de 1 no había y los de 5 no estaban a la venta, la única manera de conseguirlos era ganando un campeonato).

Pues resulta que yo jamás tuve uno, e ignoro la razón. Quizás porque no eran baratos, y mi familia se negó a pagar de más por un producto que -sin duda- acabaría condenado a cadena perpetua en el fondo de un cajón en pocas semanas. O puede que no los encontraran o que yo no fuera suficientemente explícito en el enunciado de mi capricho.

Sea como fuere, terminé con un yoyó chucho de color morado, con el que era absolutamente incapaz de ejecutar todas las figuras que mis compañeros repetían hasta la saciedad con sus "Russells" (léase "el perrito", "el columpio"...)

Yo achacaba mi fracaso a no disponer de un yoyó de primera división, pero lo cierto es que había un niño en mi clase con el peor yoyó del mundo al que le salían todos los trucos imaginables...

Afortunadamente, la moda se pasó y aquel modesto yoyó acabó en el fondo de un cajón.

Un lugar donde todos los yoyós, Russell o no, son iguales.

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