La excusa era el recuerdo. En aquello lejanos años en que hacer -y que te hicieran- una foto todavía era un acontecimiento, a la entrada de tantos y tantos sitios estaba el fotógrafo oficial del lugar para inmortalizar tu triunfal llegada a traición.
Aunque, sin duda, ninguna de estas instantáneas ha marcado tanto a mi madrileña generación (o ha traumatizado, si usted así lo prefiere) como la del Zoo.
Todos, repito, todos, la tenemos (y puede que no sólo una), recorriendo aquella pasarela de metálica barandilla, siempre de la mano de papá o mamá. Yo -obviamente- cabreado (es que lo fotógrafos y yo siempre hemos sido enemigos declarados).
A la salida te estaba esperando, junto a otras muchas. Por lo general, los papás se intentaban hacer los suecos, pero ya encargaba el inoportuno empleado oportunamente situado de recordate que ahí estaba tu imagen, metidita en aquel marco de cartón. ¡Y en blanco y negro! (esto lo que me hace sentir más viejo de todo el asunto).
Y entonces, ya no había escapatoria: el niño encaprichado se emperraba en conseguit en recuerdo, y no quedaba otra que soltar la mosca.
Con el tiempo, otras veces me han retratado en emboscada, pero no he vuelto a adquirir la instantánea. que le repito que yo soy poco de fotos.
Recuerdo especialmente a un empleado del Museo de Cera de Londres, allá por 1994. Junto a la puerta, el figurón de Arnold Schwarzenegger listo para disparo del obturador. Yo intenté convencer al empleado de que no estaba interesado en la imagen en cuestión, pero, con aires de fanático de la mercadotecnia, me dijo: "'¡Todo el mundo se hace una foto con Arnold!". A mi salida, ni me molesté en mirarla, aunque ahora, con la perspectiva que da el tiempo, me parece que sólo por la cara de cabreo antológica que debía de tener yo, igual había merecido comprarla...
Pero, ¿por qué le cuento yo a usted todo esto?
En fin...
Ejemplo de la foto antológico-zoológica en cuestión. No, no soy yo (de hecho, ignoro qué ha sido de mi foto).
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