Es legión la de los consumidores que, más que clientes, son auténticos amigos de Manolo (el peluquero), de Felisín (el del bar), de Nacho (el ferretero)...
Es por esto que esos mismo legionarios del consumismo sienten como una auténtica traición el hecho de tener que recurrir a otro profesional, por mucho que sea forzado por la necesidad.
En verano, por ejemplo, cuando fuiste dejando lo ir a Manolo, y al final te pilló el toro y te toca cortarte el pelo en la peluquería del pueblo costero.
-Buenos días. -dices acompañado de las campanitas que siempre suenan al abrir la puerta de este tipo de negocios.
-Buenas. -te contesta el peluquero con poco estusiasmo. Lógico, huele a los forasteros a la milla, y sabe que de ahí no sale un cliente "pa' más veces", por lo que no hay que derrochar amabilidad.
-Que venía a cortarme el pelo.
(¡A veces somos tan deliciosamente obvios).
-Mu' bien, siéntese. ¿Cómo lo quiere?
-Cortito.
(Más obviedad).
-Usted no es de aquí, ¿verdad? -siempre conviene confirmar las sospechas, por si las mudanzas.
-No, estoy pasando unos días.
-Ya. -Y ahí murió la conversación. El peluquero hace su trabajo con corrección y profesionalidad, te cobra lo que te tenga que cobrar y se despide con un "adiós, señor" con profundo sabor a "hasta nunca".
Pero lo peor está por llegar, pues el verano se acaba, y tocar volver a la cruda realidad de la gran ciudad, y el pelo nos ha vuelto a crecer. Es entonces cuando hay que pasarse por donde Manolo, un sábado por la mañana que no se tiene nada que hacer.
-¡Psst, macho, este pelo así no te lo he cortado yo!
Inevitable, te ha pillado. Sólo queda balbucear una excusa y esperar que esa horrible sensación de haberle puesto los cuernos al bueno del peluquero se nos pase lo antes posible.
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