El candidato "Dicky" Stevens cogió al bebé en brazos y le plantó un sonoro beso en el moflete ante la algarabía general, y de las cámaras en particular. Al candidato Stevens le encantan los bebés, ya lo dejó bien claro en el debate nacional: "¡Me dan igual las circunstancias, al que mata a una criatura indefesa e inocente habría que matarle también!".
Por contra, "Dicky" Stevens tiene otro punto de vista cuando ejerce de Gobernador Richard W. Stevens III. Ahí, es todo severidad. Es otro detalle que les encanta a los electores, es otro factor que le está allanando el camino hacia la Casa Blanca.
En efecto, el Gobernador Stevens fue impacable con Tom Roberts, con Al Belinno, con Fred Johnson, y con 11 hombres más. Y con una mujer...
"¡Con este tipo de gentuza no existe el sexo, no hay hombres ni mujeres, sólo monstruos!", fueron la palabras con las recibió -y rechazó- las peticiones de clemencia para Roberta Parker, asesina confesa de una anciana durante el robo en su casa. "¡Les doy mi palabra de honor de que he leído personalmente todas las cartas pidiendo clemencia, y no he encontrado en ellas ni un sólo argumento que me convenza de que esa mujer no merece morir!" Obviamente, era mentira, no había leido ni una, pero los políticos son así.
Terminado el meeting, "Dicky" Stevens, sin perder la sonrisa hasta el último paso, se metió en el coche. Allí le esperaba su jefe de campaña, Don Bucks.
Serio, muy serio.
-¿Qué pasa, Don?
-Tenemos un problema, Dick.
Bucks le alargó una carta.
Según la iba leyendo, el rostro de "Dicky" Stevens se fue poniendo cada vez más tenso y sombrio.
-Pero esto...Esto es imposible...¡Del todo imposible!
-¡Tiene las pruebas de que habla!
-¿Las has visto?
-Sí.
-¡Hay que parar esto!
-Imposible, las copias están empezando a llegar a los medios. Ya me han llamado del Tribune hace un par de minutos.
-Pero...¿Cómo pudo?
-Tenía un compinche. El médico de la cárcel, él lo arregló todo.
-¿Dónde está ese cabrón?
-En Inglaterra, dejó de trabajar en la prisión a los pocos días de la ejecución de Parker.
En el despacho de su consulta londinense, Bill Hobbs no pudo evitar volver a llorar. ¡Qué caprichoso y canalla era a veces el Amor! Él, tan poco dado a los romances, y se había enamorado a primera vista de aquella asesina, de aquella mujer, nada más llegar a la cárcel. Y, como tanta gente, por amor había cometido un sinfín de estúpidas locuras, todo por cumplir con el maquiavélico plan de venganza de su amada: habían mantenido relaciones sexules clandestinas aprovechando sus visitas a la enfermería de la prisión hasta que ella se quedó embarazada, él lo había arreglado todo para que ella se hicieras la pruebas de embarazo sin que nadie lo supiera y, la guinda maestra del plan, había enviado tres llamamientos personalmente a la oficina del Gobernador -con acuse de recibo- pidiendo un aplazamiento de la ejecución en calidad de médico de la cárcel y en base al estado de buena esperanza de la condenada. Llamamientos que, oficialmente, habían sido leídos e ignorados por el Gobernador. Luego, llegado el momento oportuno, había enviado un dossier con toda la historia a los medios de comunicación.
Ahora, el Gobernador tenía dos opciones: o reconocer que era un mentiroso sin palabra o admitir que había firmado la orden de ejecución de un feto.
Esa era la revancha en plato frío de su amada Roberta.
Bill Hobbs sufre, sufre y sufre, de amor, de remordimientos y de culpa. A veces hasta se le ha pasado por la cabeza quitarse la vida.
Pero luego se percata de que él, médico vocacional, defensor a ultranza de la Vida, ya la ha traicionado dos veces y no se siente capaz de hacerlo una tercera.
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