John Biggleswade era la pista. No era un nombre real, sino el comienzo de una enredadísima madeja de la que, usted sabrá disculparme, no le daré más detalles, pues en hacerlo empeñé mi palabra del modo más solemne.
Juré no dar más detalles porque todo aquello era grave, muchísimo. En esta ocasión, el relato de Woodchat Shrike no revelaba detalles más o menos curiosos de crímenes que el tiempo había devorado hasta enterrarlos en el olvido, sino que sacaba a la luz una hechos de tremenda relevancia para la historia del Reino Unido y de toda la Humanidad.
Es por eso que el camino que lleva hasta John Biggleswade y el manuscrito del que él me hizo entrega debe quedar por siempre secreto, porque para muchos lo que ese hombre -o puede que mujer- había hecho era un acto de alta traición. Como el que Woodchat Shrike había cometido escribiendo lo que le mismo había jurado llevarse a la tumba. Pero Woodchat, tras una durísima lucha interna que él mismo confesaba, había decidido que las generaciones futuras tenían derecho a conocer la verdad.
¿Toda? Lo dudo. Me temo que Woodchat se había guardado detalles, información que sería demasiado doloroso conocer. En efecto, sospecho que en su encrucijada moral entre la lealtad a su País y el servicio a la Historia, Woodchat había optado por traicionar un poco a ambas.
Mas basta de superfluos prolegómenos a un relato que puede cambiar la perspectiva que muchos tienen de la historia del siglo XX. Aunque, le advierto, todo se basa en una deducción que quizás no pase de simple elucubración.
O puede que sea la pura, cruda y cruel verdad enterrada bajo una capa de oportuno silencio oficial.
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