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martes, 26 de julio de 2011

Los Casos de Woodchat Shrike: Una Casita de Campo cerca de Stevenage (10).

"Bueno, ahora comamos algo. ¡Seguro que tú también tienes hambre!"

No, yo no tenía ni pizca de apetito, pese a que llevaba muchas horas sin comer. Pero, fiel a lo que ya anteriormente expuse, tome un par de los bocadillos que me ofrecía ese tipo y me los zampé contra mi voluntad.

Comimos en silencio. Ninguno de los dos ni podía ni debía conocer más datos del otro. Terminada la comida, y por seguir fiel a mis principios, intenté conciliar un poco el sueño, aunque me costara. No sabía cuál era el siguiente paso de aquel plan de maquinaria tan precisa que me estaba arrastrando, pero no podía hacer otra cosa sino esperarlo.

Ignoraba cuánto tiempo había pasado en ese sueño sin estar dormido del todo, cuando mi compañero me tocó en el hombro y me hizo una seña para que le siguiera.

Entre los dos, cogimos el saco con su infame carga y subimos hasta el piso superior. Ya era casi de noche. Salimos a la calle y allí nos esperaba una camioneta con las llaves puestas. Por indicación del yankee, cargamos el saco y nos pusimos en marcha.

Pasados pocos minutos, a lo lejos se distinguía una gran hoguera. Al principio, pensé que serían campesinos quemando algo, pero parecía demasiado grande. Un momento, ¿qué día era? ¡5 de noviembre! El día en que los británicos recordamos que un tal Guy Fawkes quiso volar nuestro parlamento, con parlamentarios y rey dentro. Y lo hacemos con grande hogueras.

El americano pareció darse cuenta de que yo me había percatado y sonrió. En poco tiempo, aparcaba cerca de la hoguera, donde niños y mayores cantaban, reían y celebraban.

-¡Sin llamar la atención, amigo, sin llamar la atención!

Yo asentí.

Tomamos nuestro saco y, discretamente, nos acercamos a la poderosa hoguera y arrojamos nuestra carga al fuego. Sólo una anciana nos miraba.

-¡Un muebles viejo! -dije sonriendo.

Pero la señora ya estaba distraída con otra cosa y ni contestó. Nos quedamos allí un rato, el suficiente para cerciorarnos de que el saco ardía correctamente y nadie lo iba ya a volver a tocar jamás.

Entonces, el yankee me estregó un sobre, me estrechó la mano y se perdió en la oscuridad y el olvido montado en aquella camioneta.

El sobre contenía una carta y un billete de primera desde la cercana estación de Stevenage hasta Londres".

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