"Por fin llegué a mi destino, más cansado de lo previsible, e incluso de lo aceptable, tras la carrera. Me estaba haciendo mayor. La casa parecía estar vacía, y tenía aspecto de llevar abandonada bastante tiempo. El grupo dejó sus paracaídas tirados en lo que supuse era la cocina y se dirigió a toda prisa hacia el sótano. Yo les seguí.
Allí, me encontré con un panorama que parecía aclarar algunas dudas, pero me planteaba otras nuevas. Ante mí, una sala de esas que yo tan bien conocía, una celda de esas donde los condenados me esperan a mí, y conmigo a la Parca con lazo.
El alemán, todavía medio tonto, fue depositado en su silla correspondiente. Entonces, el general se giró hacia mí:
-Bien, ahora espere aquí. Nosotros nos vamos.
Sin darme oportunidad de decir palabra, aquel peculiar comando salió por la puerta -cerrándola tras de sí- y se volatilizó como el espectro de la sorpresa, con el lejano sonido de un coche alejándose como única despedida.
Me estaba empezado a poner nervioso, en cuestión de unas horas había pasado de estar trabajando tranquilamente en mi taller a verme encerrado en una casa de campo a solas con un alemán desconocido y adormilado.
De sopetón, se abrió la puerta y apareció un tipo con barba, tripa y sonrisa bonachona, parecía Santa Claus de joven.
-Hola, tú debes ser el ayudante local.
¿Ayudante? ¡Hacía años que era titular! Y ese acento...¡Ese tipo era de Estados Unidos! ¿Qué pintaba un yankee en todo aquello?
-Sígueme, colega, te explicaré qué tienes que hacer.
Confundido como quizás nunca en mi vida, seguí mansamente a aquel tipo a la habitación contigua.
¿Dónde estaban la soga y la trampilla? ¿Y qué hacía ahí esa silla?"
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