Respeto mucho a los nudistas, en especial a los que la tienen de un tamaño más que respetable.
El chiste es grosero, pero no lo he podido evitar. Dicho lo cual, no seré yo quien critique a los nudistas, por mucho que me llamen "textil", y me digan, con gesto entre sabelotódico (o sea, de "sabelotodo". No la busque, me la acabo de inventar) y paternal, que "todos venimos al mundo desnudos". También venimos sin saber hablar o caminar. (Y, dicho sea de paso, también sin dinero).
Es más, les apoyo cuando la gente hace bromas tontas sobre dónde llevan el monedero, o cuando el grueso del sector duro del batallón de amas de casa de mediana edad afirma rotundo: "ésas lo que no quieren es lavarse las bragas" y, por supuesto, nunca me he asomado a ninguna de sus playas en arriesgada misión de comando mirón.
No, nunca he estado en una playa nudista. Ni tan siquiera me he bañado en pelotas a la luz de la luna, que es una de esas cosas que dicen que hay que hacer en la vida porque es una sublime expresión de libertad. Se me ocurren otras mejores, aunque sólo sea porque no te constipas.
En resumen, que nunca seré nudista, puede que porque he recibido una educación plena de represión que ha castrado mi verdadera necesidad vital de ir por ahí con todo colgando...
O puede que porque soy un grandísimo friolero.
(Por cierto, y para no traicionar al título de la entrada de hoy, ignoro cómo estará el tema del nudismo en la misma Siberia, pero -por otra parte del Estrecho de Bering- no hay ninguna playa o parque nudista en el estado norteamericano de Alaska. Cuestiones legales y/o morales aparte, a mí me parece lógica elemental en un lugar donde, hasta en verano, hace fresquillo. Y es que, por terminar donde empezamos, ciertas según que cosas se quedan muy chiquitas con el frío. Y no es plan).
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