Cuando yo era chiquitín (esos ochenta), para los chavales, las casas se dividían en dos tipos: con y sin piscina.
Daba igual que tuviera ascensor o no, portero físico y automático o que tuviera (o no) maravillosas zonas ajardinadas.
Si la urbanización no tenía piscina, no era nada (por muy prestigioso que fuera el arquitecto, lo que -por otra parte- no era nunca el caso en mi barrio de ladrillos rojos).
En resumen, que yo crecí en un barrio sin piscinas, lo que fue fraguando en mi interior una profunda hostilidad hacia esos mares enlatados. Hostilidad que todavía conservo.
En resumen, que soy de los pocos españoles que es poco piscinero.
Ya sé que la mayoría de los seres humanos adoran a "la pisci", y que pagan con agradado importantes suplementos de contribución para que sus hijos (y los amigos de sus hijos, y los amigos de los amigos de sus hijos...) disfruten de la piscina en temporada.
Pero a mí, entre el ejército mixto de insectos que habita el cespecito, los niños que gritan, chapotean y salpican (no les diga nada, que la madre que no aparecía para reñirlos, aparece de improviso para sacar la cara por ellos) y las camarilla-de-las-cotillas-de-mediana-edad-sin-nada-mejor-que-hacer que no me quita ojo, no consigo encontrarme cómodo en mis cada vez menos habituales visitas a las piscinas -siempre con la camisa puesta y sobrecargado de protector solar, siempre más pendiente de tumbarme a la sombra que de emular las legendarias hazañas de Tarzán de los Monos.
Y si tengo calor, pues me bebo algo fresquito o me ducho, o cualquiera de esas cosas tan aburridas que hacemos cuando nos estrangula el Lorenzo los niños que crecimos -sin piscina- en barrios de ladrillos rojos.
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