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lunes, 21 de junio de 2010

Balones de Reglamento.

Ahora, no hace falta especificar, que son todos así -un niño actual no se conformaría con menos-, pero cuando yo era un crío (y no hace tanto) había balones y balones "de reglamento" (que eran los buenos).

Recuerdo la cara de orgullo con que el compañero de turno lo traía de estreno al cole: nuevecito, con esa capa de un color chillón histérico que se iba quitando a base de partidos de recreo, hasta revelar su corazón "acuerazado", de un marrón indescriptible tirando a grisáceo.

Recuerdo cómo el dueño del balón era el dueño del juego, haciendo y deshaciendo a su antojo y cómo éramos todos un poco esclavos de su capricho: cualquier cosa con tal de que no se enfurruñara y se llevara su tan preciada posesión.

Recuerdo aquellos balones: díscolos e indómitos, sordos a las pretensiones de mis puntapiés, marchando en la dirección que les venía en gana (y siempre más flojito de lo que yo hubiera deseado). Y también lo recuerdo amenazadores, armas de filo redondo al servicio de los mayores, esos que tiraban "a trallón", consiguiendo el característico y terrorífico estruendo que hacía el balón al chocarse contra una pared.

Recuerdo, en suma, a los balones como protagonistas de los partido de mi infancia, cuando se jugaba al fútbol en descampados de tierra, con chaquetas por porterías.

Y, con suerte, con balón de reglamento. (Y, si no, pues con alguna absurda pelota de plástico de esas que florecían en las casetas de feria, y que hacían un ruido absurdo y poco viril cuando chutabas. Pero, y nunca mejor dicho, "menos daba una piedra").

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