Serapio pensaba con todo menos con la cabeza. Por eso, cuando un hada madrina premió su inmensa bondad concediéndole cualquier deseo en el mundo, Serapio decidió viajar en el tiempo. Iría a Nueva York el 10 de Septiembre de 2001. Con eso, se figuraba, podría evitar la cadena de tragedias que hicieron que el día siguiente pasara a la historia por la puerta fea.
Así que ahí tiene usted al bueno de Serapio, en plena Quinta Avenida, a las 7 de la mañana, y sin saber ni inglés ni qué hacer exactamente. Podía ir a una comisaria y explicarle al guardia de turno lo que se avecinaba, pero, sin duda le tomarían por loco o por borracho, o por ambas cosas. Lo mismo le sucedería en cualquier radio o televisión.
O podía hacerse pasar por un terrorista arremordimientado. Quizás así le harían más caso, pero de ese modo también pasaría a ser un inquilino del sistema penitenciario norteamericano. ¿Era tan buenazo como para arriesgar su propia libertad a cambio de salvar miles de vidas? Que él era muy bueno, pero hasta la bondad tiene sus límites.
Sí, era un pedazo de pan de clase olímpica y decidió que peor es la celda de la mala conciencia que la de la penitenciaria federal. Dio igual, no fue capaz de explicar todo el asunto por señas, y tampoco logró que le trajeran un intérprete.
Y en esto se le fue todo el día. Pasó la noche dando vueltas en la pulgosa cama del hotel "se habla español" más barato que encontró. Finalmente, tomó una decisión: ya que no podía evitar la tragedia, haría lo posible para paliarla.
A grandes males, mayores remedios. A primera hora de la mañana, inició su plan de actos de sabotaje en el ya de por sí caótico sistema de transportes neoyorquino. Se subió a un taxi y le enseñó al chofer una foto de las "Torres Gemelas". Cuando juzgó que estaba suficientemente cerca, le propinó un mamporro al taxista para dejarlo fuera de combate, y, tras sacarlo del coche, le pegó fuego al auto. Eso debería causar un buen atasco.
Corriendo ante la indignada incredulidad de los peatones, se metió raudo en la boca de metro más cercana, ganó el andén y se tumbó en la vía. Cuando los empleados le ordenaron a voces que saliera de ahí, se levantó y se internó en al túnel a toda carrera. Su sprint apenas duró unos segundos, lo que tardó la locomotora en llevárselo por delante.
-¿Qué ha pasado?
-Creo que están quitando los pedazos de un tío al que ha aplastado el metro.
-¡Pues por su puta culpa voy a llegar tarde a la oficina!
-¡Sí, el mundo está lleno de locos suicidas que no hacen más que joder!
Estas últimas palabras se volverían a pronunciar aquel día.
Gracias al sacrificio anónimo de Serapio, 104 personas no estuvieron en su puesto de trabajo a la hora. Y salvaron su vida. Como ya dije, Serapio era un corazón sin cabeza, y terminó como éstos suelen. De todos modos, los prefiero mil veces a las cabezas sin corazón.
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