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viernes, 21 de noviembre de 2008

30 Historias para 30 Derechos: Artículo 12.

"Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques".

Su nombre era Clara Novoa, pero el grueso de la tropa mecánica de la fábrica donde era gerente la conocía como "La Tigretón", debido a que "estaba más buena que un bollo, pero tenía toda la mala leche de un tigre". Aquellos hombres-mono con mono gastaban poca originalidad a la hora de poner motes.

La planta estaba situado en una pequeña ciudad, de esas donde todo el mundo está en todas partes. No era llamativo, pues, que entre las máquinas y en la barra del bar circulara un surtido de jugosas historias sobre "La Tigretón". Unos la habían pillado con, otros la habían visto en y -por supuesto- había quien afirmaba tener constancia de que, entra las sábanas, hacía honor a su apelativo. Clara no tenía un pelo de tonta y conocía toda la rumorología. Al principio, tantas mentiras y verdades a medias le hacían bastante daño, pero ahora le daba todo un poco igual. El que lo llevaba peor era su pobre novio.

En aquella selva de fieras cotillas, Isaac Portillo debía ser Tarzán. Resultaba el más bestia en sus comentarios referidos a la jefa, y era normal ver un corro a su alrededor mientras él les brindaba su última ocurrencia. Obviamente, Clara odiaba a Portillo, pero no disponía de ninguna razón firme para echarle, así que se limitaba a intentar ignorarlo.

De cuanto en cuando, la empresa le daba a la plantilla charlas de formación, más por cumplir el expediente que por mejorar. Las cosas rodaban bien y poca necesidad había de tocarlas. Los ponentes llegaban; vomitaban sus monsergas industriales en medio de un respetuoso y amodorrado silencio; cobraban y adiós.

Normalmente, Clara se lograba escaquear de aquellos rollos enlatados, pero ese día no había encontrado escapatoria posible. Acodada en la mesa junto al conferenciante de turno, simulaba interés lo mejor que sabía. En busca de huir fugazmente del tedio, echó un vistazo al respetable: los currantes encajaban con carita de sueño aquel soberano pestiño. Menos uno. Aislado en un lateral de la última fila, ese mamón de Portillo no paraba de mirarles con gesto de máxima concentración y de tomar notas. Curioso. ¿Qué estaría tramando ese indeseable?

-Bien, señores, hacemos un descanso de quince minutos.

La sala se fue vaciando entre murmullos, resoplidos y ese quejido característico que se emite al estirarse. Clara, aposta, se hizo la remolona. Sabía que lo que planeaba hacer estaba muy feo, pero, quizás, el destino le ponía la venganza al alcance de su mano. Y, de todos modos, estaba muerta de curiosidad.

Abrió la carpeta que Portillo había dejado sobre la mesa. Ahí estaba, el folio del delito.

La puerta se abrió de golpe, y apareció agobiado Isaac en busca del material que la urgencia por ir al baño le había hecho olvidar. Al ver a Clara, se le estampó el apuro en la cara.

Ella, con el papel entre las manos, le miraba fijamente. No había anotaciones groseras, ni pintadas ofensivas, ni tan siquiera un garabato. Únicamente un dibujo impactante, un retrato perfecto, el rostro de ella enmarcado en un sol.

Ninguno de los dos sabía qué decir. Por fin, Isaac se armó de valor.

-Ya sé que debería haber tomando apuntes. Discúlpeme usted, que no volverá a pasar...Y eso lo puede tirar, que me dio por pintarla a usted como podía haber pintado el techo.

-Es precioso.

Tenía razón, nunca la había sacado tan guapa. Posiblemente, porque la infinidad de retratos anteriores había tenido que hacerlos de memoria y corazón.

-Pues nada, se lo lleva y se lo regala a su novio de mi parte.

Isaac se dio la vuelta y salió huyendo de la sala. Junto a la puerta lo esperaba Genaro, su compañero del alma.

-¡Macho, creí que no salías!

-Nada, "La Tigretón", que me ha echado la bronca por no atender.

-¿Te lo ha hecho pasar mal?

-No más que de costumbre.

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