"Nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado".
-¡Qué precioso está el césped! Me recuerda a mi pueblo.
La rechoncha mujer que ejercía de moderno lazarillo de la anciana levantó por un instante la vista del irregular empedrado e inspeccionó la escena.
-Sí que está bonito sí, pero el verde de los campos de mi aldea es aún más bello.
-¡No hay tierra como la propia! ¡Me gustaría tanto poderte llevar a visitar la mía! Pero ya sabes que...
-Vamos, vamos, doña Asunción, no piense en eso. ¡Qué vamos a acabar usted y yo como dos Magdalenitas!
A doña Asunción y Luciana las juntó una amiga de la hija política de la primera. Doña Asunción sufría de artritis nostálgica y soledad en sangre, y la colombiana tenía excelentes referencias. Paseaban las tardes que hacía bueno hasta el parquecito, con escalas técnicas de los bancos, marcadas por las fatigadas piernas de la señora. Charlaban con la misma carencia de prisa que en el andar.
Así fue como Luciana le contó a doña Asunción que se había venido a España acompañando a su marido, amenazado de muerte es su país por ser un líder sindical. Doña Asunción, por su parte, había llegado a la capital hacía un par de años desde el País Vasco, el único hogar que ella y sus antepasados habían conocido, porque a su hijo le había dado por meterse en política, y sus opiniones se habían vuelto absolutamente inaceptables para un puñado de violentos.
A doña Asunción y Luciana las unió el destierro. El desgarro íntimo e infinito de no poder pisar los campos de la infancia ni beber el agua de las fuentes amigas; la tortura de los paisajes sólo en foto y recuerdo; la frustración de la injusta justicia dictada por la chulería y cimentada en el silencio.
-Vámonos a casa, doña Asunción, que empieza a hacer frío.
-¡Ojalá pudiéramos!
-¡Mire que se lo advierto todas las tardes, doña Asunción, y siempre terminamos las dos igual! ¡Se me va todo el sueldo el pañuelos de papel! Ande, tenga.
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