Y así terminaba un nuevo relato de mi desconocido amigo Woodchat. Y, como en tantas otras ocasiones, de ser cierto, resultaba históricamente inquietante y humanamente revelador.
¿Habían sido realmente así aquel Duque y aquella Duquesa? ¿Cómo era posible que jamás se hubiese odio hablar de los HUCKs, que el secreto hubiera permanecido tan perfectamente guardado durante medio siglo?
Daba igual. Lo cierto era que no se sorprendía -aunque, por otro lado, me alarmaba y puede que hasta me escandalizara- que hubiera gente tan aburrida que tuviera que buscar entretenimiento en un juego tan cruel.
Gente tan rica que se podía permitir el lujo de aburrirse, e incluso de ser infeliz. La gente pobre no tiene permiso para tales lujos, la gente pobre tiene que levantarse cada mañana con el objetivo de ganarse la vida, y eso deja poco tiempo para plantearse si la propia existencia es feliz o no. Se existe, que no es poco.
Alguien me dijo en cierta ocasión que nuestras mentes son las alas de un avión: si están en movimiento, nos hacen volar, pero, si se paran, caen -y nosotros con ellas-.
Pero suficiente filosofía de saldo barato envuelta en divagación, que es el momento de que ustedes y yo sigamos con nuestras vidas.
Por mi parte, era el momento de ponerme a perseguir la siguiente vista, sintiendo a la vez la emoción de una nueva aventura y la ansiedad de no encontrar el tesoro tan ansiado.
Y en ese momento me percaté de que, muy seguramente, mi amigo Woodchat y sus aventuras por entregas eran una de las cosas que más felicidad me regalaban en esta vida.
Y le di las gracias de todo corazón por ello.
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