-Dicen que no se siente nada. Una nota que se cae...¡y ya está! ¿Es cierto?- me interrogo la señora Duquesa, aderezando la estupidez con una ridícula risita de excitación.
-No lo sé, señora. Nunca le he preguntado a un reo después de ahorcarle.
Mi respuesta fue muy brusca, lo reconozco, pero la pregunta me había resultado muy molesta. En realidad, todo aquello estaba siendo más desagradable para mí de lo previsto. ¿Es que esa señora no sabía lo que estaba en juego? O quizás es que un servidor no tenía costumbre de tratar con la gente antes de pasaportarla. Normalmente, me facilitaban los datos de altura y peso, y yo remataba mi evaluación echando un ojo al cliente por una discreta mirilla.
El otro, en cambio, se ajustaba más al común de los condenados: silencioso, como ido, se sometió a mi examen sin oponer la más mínima resistencia, o hacer el más mínimo comentario. Se limitó a darme las gracias al terminar.
Por alguna extraña razón, parecía que los dos concursantes sabían perfectamente quién iba a ganar la competición.
Y no pude resistirme a la tentación de comprobar si mi corazonada estaba en lo cierto. Me llevé a mi anfitrión a una esquina de la sala y, sin duda por deformación profesional, fui rápido y directo.
-Señor Duque, ¿esto está amañado?
Él me regaló otra de sus carcajadas marca de la casa regia.
-¿Qué le hace pensar eso?
-Intuición de verdugo.
-Créame, si supiera la historia de ese hombre, su trabajo le parecería menos penoso.
-¿A qué se refiere?
-A que, cuando se repasa el periplo vital de ciertas personas, uno se pregunta si dar la vida no será un crimen mucho más despreciable y sucio que quitarla.
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