-Amalio García Pulén, ¿se lo anoto? O mejor nos hacemos una foto, que, además, se queda marcada la fecha.
Amalio le tenía mucho miedo a la cárcel, desde chiquitín (o, quizás, porque fue un chiquitín al que castigaban con una reclusión en su cuarto de mentirijillas que para él era muy de verdad).
A primera vista, con respetar las leyes y ser un ciudadano ejemplar bastaría para evitar la prisión (tanto menor como mayor), pero, es lo que tienen los traumas, Amalio también temía poder ser falsamente acusado, que cosas más raras se han visto.
Por eso, Amalio se pasaba la vida garantizándose coartadas, documentando cada paso que daba para que nadie pudiera afirmar, sostener (y, muchos meno, pretender demostrar ante su señoría) que había estado en la escena del delito la noche de autos.
Por eso le encantaba fichar en el trabajo, siempre en presencia del guardia de seguridad (que a la autoridad siempre se la toma más en serio en lo juicios).
Por eso siempre saludaba, apretón de manos incluido, al conductor del autobús que lo traía y llevaba del trabajo.
Y, cuando no había testigos de carne y hueso, se recurría a la técnica amiga, por eso había cámaras de vídeo en todas las entradas y salidas de su casa (tanto puertas como ventanas).
A Amalio le habían aconsejado miles de veces -con cierta insistencia incluso- que acudiera en busca de ayuda a un psicólogo.
-Pero, ¡es que me daría mucha vergüenza que alguien se enterara de eso!
-¡Nadie tiene por qué saberlo!
-¿Cómo que no? ¿Y si me detienen acusado de un delito que se cometió mientras estaba en la consulta? ¿Qué hago entonces? ¡Todo el mundo se enteraría!
Tiene su lógica, y, en resumen, que no busca ayuda (aunque debería).
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