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jueves, 25 de abril de 2013

El Hogar de la Infamia.

"El Hogar de la Infamia", así lo había bautizado un oportunista líder político durante una intervención pública (en realidad, el apelativo, efectista pero no demasiado original, había sido acuñado por el tío que le escribía los discursos). Como la idea gustó, el resto del zoo político y los periodistas se subieron al carro.

En cualquier caso, razón no les faltaba: "El Hogar de la Infamia" era un agujero excavado en la tierra de seis metros cuadrados de superficie y uno y medio de alto. La inmunda celda donde un hombre bueno había estado preso durante casi un año a manos de unos canallas sin alma, y todo por pensar diferente de ellos.

Para que las futuras generaciones no olvidaran los modos y maneras del terror, el gobierno mantenía "el Hogar de la Infamia" tal y como lo había encontrado el comando policial que rescató a ese hombre bueno. Se había acondicionado el exterior y era posible visitar el agujero.

Al principio, era un destino muy popular. -casi de moda-, pero, más de una década después, tan solo venía algún colegio por las mañanas, autobuses de jubilados de vez en tarde y algún que otro morboso despistado. De hecho, hasta se rumoreaba que el mismo político que lo había inaugurado "como recuerdo perpetuo de los peajes del terror y la intolerancia" -en sus palabras-, ahora se planeaba cerrarlo porque ya no era rentable.

Con tan poco trajín, el único empleado de la atracción turístico-social, era José. Abría y adecentaba un poco el sitio por a primera hora de la mañana, recitaba de memoria los datos de la visita cuando visitaba había y a las ocho de la tarde cerraba con un candado y se iba a su casa.

Lorenzo había sido amigo de la infancia de José, pero la vida no le había tratado tan bien. Él no se había sacado la placita en la Diputación Provincial. Había hecho mil cosas, pero desde hacía dos años no hacía nada, y la falta de ingresos había arrasado con todo, casa incluida.

Empezó a comer de la caridad de las monjas, y a dormir sobre cartones en la calle. No tenía familia cercana, y a la lejana era demasiado tímido y orgulloso como para pedirle ayuda.

Y en eso se lo encontró José, tirado en el suelo.

-¡No voy a permitir que estés ahí, tirado como un perro! ¡Tú te vienes a mi casa conmigo!

Pero Lorenzo, orgulloso, se negó en rotundo.

-¡No, yo no voy a ser una carga ni para ti ni para nadie!

-¡No seas bruto, coño!

-¡Que no, joder, que yo no me meto de gorrón en casa de nadie!

Entonces, y ante lo testarudo que era su viejo amigo, José tuvo una idea. Cualquier cosa debía de ser mejor que dormir en la calle.

Y eso si lo aceptó Lorenzo.

Desde ese día, Lorenzo se levanta muy tempranito, para que José ya lo encuentre listo. Le da las gracias, un día más, y se va a buscarse la vida. Hasta las ocho, que volverá a meterse en su casa, para que José lo deje cerradito y se pueda ir.

Lorenzo ahora está un poco preocupado, porque, si el gobierno cierra eso, no sabe dónde se va a meter. La calle es dura, muy dura, hace frío, calor, miedo y vergüenza. Y de todo eso hay menos en el cubículo subtertáneo al que él llama -de todo corazón- "su hogar".

Para el resto de la gente, es el "El Hogar de la Infamia".

Y tiene bien merecido su nombre.

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