Sabía que aquel Septiembre de 2001 tendría consecuencias en su vida, pero no esperaba que tantas y tan malas. El presidente americano decidió que Saddam era un peligro para la Humanidad y que había que acabar con él. ¿Cómo se podía ser tan idiota? ¡Saddam sólo era un peligro para su propio pueblo! ¡El americano era tan imbécil como Saddam, dos descerebrados borrachos de poder cuyo único objetivo en esta vida parecía amargarles las suyas a Ithar y a gente como Ithar! Sin duda, un mundo en que tipos así llegan al poder no puede ser un mundo sano.
En fin, la guerra otra vez. Resignación, si es que uno puede resignarse ante tal cosa. ¿Cuánto aguantarían las tropos fieles de Saddam ante el empuje arrollador de la invasión? Sin duda, no mucho. Por muy bravucón que se pusiera el tirano, apenas le quedaba fuerza en los puños.
Lo que le preocupaba de veras era que el final de aquella guerra no traería la paz. Habia multitud de hombres que se opondrían a la ocupación, él mismo conocía a unos cuantos, antiguos compañeros de escuela. Por fortuna, no le habían invitado a participar. Nunca le había considerado un guerrero.
Mejor.
El 22 de septiembre de 2004, Ithar cumplió 30 años. Tenía una madre ya muy mayor (la pobreza es el mejor seguro de envejecimiento), una mujer y un niño de tres añitos. Y tenía un país inestable aquejado de guerra crónica, con brotes más o menos fuertes.
Ithar no había conocido más vida que la muerte no del todo lejana y se temía que el futuro (el suyo propio y el de su hijo), no iba a ser muy diferente.
El día que cumplió 30 años Ithar maldijo su perra suerte -como ya lo había hecho tantas veces antes- la perra suerte de haber nacido en Iraq, la perra suerte de haber vivido bajo la bota de un canalla que, con el pretexto de hacer a su pueblo más grande, lo había empequeñecido hasta hundirlo del todo.
Estaba claro, Ithar jamás celebraría su cumpleaños, y sin duda no era el único. Es muy, muy difícil aprender a festejar en los sitios como Iraq.
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