Ambos empezaron el mismo día a trabajar -bien jovencitos-, ¡qué casualidad!
Eufemio, en la portería del edificio de oficinas. El otro, en la redacción de un periódico.
Al poco tiempo, el roce profesional hizo la cortesía del saludo.
-¡Buenos días, don José!
-¡Buenos días, Eufemio!
Esto duró hasta un día que cambiaron las circunstancias socio-político-oportunistas.
-¡Buenos días, don José!
-¡Pepe, joder, llámame Pepe, que aquí somos todos compañeros!
-Como guste usted, don Pepe.
-¡Apéame el don y de tú, compañero!
-Pues buenos días, Pepe -zanjó Eufemio con timidez.
Pero la rueda de la política y la sociedad siguió dando vueltas, y a don José le salió el acento que durante tantos años había ocultado. Le salió hasta más exagerado de lo normal. Convenía.
-¡Buenos días, Pepe!
-¡Josep, Eufemiano, mi nombre en realidad es Josep!
-Pues nada, buenos días, Josep.
Eso, hasta que al periódico lo compraron los americanos, claró está.
-¡Buenos días, Josep!
-Joe, my name is Joe, my friend!
-Ah, pues buenos días, Joe.
Y, por fin, después de tanta vuelta, las cosas volvieron al lugar de donde habían salido.
-Gusmonin, Joe.
-¡Don José, coño, Eufemiano, que llevas aquí cuarenta años y te vas a jubilar sin saber cómo me llamo, hombre!
Las cosas, después de tantas vueltas, volvieron a donde estaban. Avanzaron, sí, pero lo hicieron en círculo.
España es así.
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