-¡Ay, ay, ay!
El mozo de espadas miró de reojo por enésima vez. Le seguían llamando la atención esos gritos tan agudos. No eran propio de ese sitio. En los tendidos, sí, pero no en el callejón.
En uno de los burladeros de ese callejón, en localidades reservadas a la empresa que gestionaba la plaza de toros, dos señores de los de puro, clavel y prepotencia disfrutaban de la corrida a plena sombra. Virtudes, señora de uno de ellos, sol y sombra de diversión, y, por último, Luisa, esposa del otro, estaba achicharradita por el sol de los nervios y el sufrimiento.
-¡No miro, no miro!
El mozo de espadas sonrió para sí. Era cierto, la señora llevaba todo el festejo con las manos sobre el rostro. No estaba viendo absolutamente nada.
-¡Ay, Virtuditas, que le pilla, que le pilla!
-¡Que no, hija, que, que es "Limeño"
-¡Yo no miro, Virtuditas!
En efecto, a "Limeño" era complicado que le cogiera un toro. Los conocia y los temía más que de sobra. Complicado que le cogiera, pero no imposible.
Más grititos. Al mozo de espadas ya le estaba resultando hasta irritantes. No tanto por el timbre anti-tímpanos sino por la cantidad de gente que disfrutaría a rabiar de aquella localidad y tenía que estar siguiendo la corrida -con suerte- en la andanada, y con -menos suerte- por la tele. ¡Qué mal repartido estaba el mundo, joé!
-¡Yo no miro, Virtuditas!
El mozo de espadas miró de reojo por enésima vez más diez. Y esta vez también habló:
-¡Pues tampoco hable, señora, que de que usted no mira ya nos hemos enterado bien todos!
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