Yo nunca he visto a ninguno, sin duda porque ellos no han querido (y yo tampoco, que conste), pero, según informan los medios de comunicación, hay unos sujetos que, mientras uno va tan tranquilo por la calle, van y te enseñan el predicado.
Aunque es cierto que, no sé si para quitarles la ilusión de hacerse publicidad, ya casi no se habla de ellos. Tiene sentido, un sinvergüenza que se dedica a mostrar sus vergüenzas (en deliciosa paradoja) está claro que quiere llamar la atención, y en eso no hay mayor éxito que salir en los medios.
En cambio, en los (ya lejanos en el fondo y en la forma) ochenta se hablaba bastante de ellos. No había parque público o patio particular en el que -según informes y leyendas- no rondara por las noches un particular de gabardina, sombrero y calcetines con la pérfida intención de enseñarle -de sopetón y sin anestesia- su masculinidad a cualquier señora o señorita que anduviera por ahí.
Mi inocencia de hace treinta añor me impidió pedir más datos e indagar si, en tan improvisada revista de tropa, el soldado se presentaba en posición de descanso o firmes. Y ahora, como usted se figura, no tiene uno estómago de iniciar pesquisas sobre el particular. Tampoco supe jamás si lo de que el interfecto hacía un curioso sonido animal mientras se abría de gabardina era cierto o no.
Lo único que tuve claro es que aquello no estaba nada, nada bien. Y sigue sin estarlo.
Aunque, ahora que caigo, puede que haya el mismo número de exhibicionistas que antaño, sólo que ahora, en vez mostrar la espada de Priapo, de lo que presumen es del teléfono móvil de última generación, de la prodigioso definición muscular o del reloj de marca.
El caso es chulearse delante de las damas.
Si a ellas esto les impresiona o no, ya es otro asunto.
Y es que, amigo mío, igual eso de lo que tan orgulloso te sientes no es para tanto.
Lo siento, amigo.
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