Se trata con bien poca consideración -incluso diría que se trata con desprecio- al jugador de solitarios.
Los moradores de las frías cúspides de la élite cultural-intelectual no entienden que alguien pueda dedicar un rato suelto de asueto a algo que no sea releer una obras completas por haikus de un poeta japonés o a redactar un soneto de los de a serventesio.
Los pícaros y ruidosos sujetos que predican la juerga tabernaria no conciben hacer uso de los naipes en solitario y sin dinero, honor y/o burla de por medio.
Sin embargo, en mitad de tanto desprecio por lo alto y por lo bajo, entre esa imagen de incultos y aquella de aburridos, yo siempre he sentido mucho respeto por aquello de jugar a un solitario.
Pero a un solitario de verdad, con cartas y no con kilobites, de ésos que te enseñó tu abuelo de pequeño.
El solitario es una forma de juego tan bella como cualquier otra, puede que más. Cierto que no hay más competición que la que se mantiene contra uno mismo y el azar, pero -así lo siento- eso es con mucha frecuencia la vida: una pugna constante en busca del acierto y contra el error navengando por un mar de circunstancias que escapan al propio control.
Y hay poesía en el lento ritual de ir sacando carta por carta, de contemplar lo que ya se tiene encima de la mesa, de decidir cómo jugarlo, de saber qué carta te viene bien que salga, y darle la vuelta al siguiente naipe con miedo e ilusión a partes iguales.
En suma, que, en este mundo en que se sobrevive a los ratos muertos con maquinitas portátiles o enviando insípidos mensajes por el teléfono móvil, o simplemente mirando a la televisón sin verla, ¡viva la gente que todavía echa solitarios!, aunque no se puedan federar, aunque jamá vayan a ir a los Juegos Olímpicos, aunque nunca vayan a ser campeones de nada que no sea la propia satisfacción de que el solitario ha salido esta vez, y es que, ¿será acaso que vivir no es más que echar un solitario continuo?
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