Los dos jinetes cabalgaban, pero no como usted se imagina. Sus monturas no eran elegantes, ni briosas, ni hacían que el eje mismo de la Tierra se tambaleara a cada impacto de sus cascos. Más bien, se arrastraban lentas sobre el camino, reflejando como espejos el ánimo de los hombres a los que transportaban.
-¡Jamás habrá otro como él, Jack!
-¡Nuncá lo habrá, Harry!
Los jinetes eran amantes del Arte, lo que tenía su mérito en pleno siglo XVI. Amantes a los que les habría encantado casarte con Ella, pero su falta de talento se lo había impedido.
Los hombres estaban recién retornados a su Inglaterra natal, venidos de lejanas tierras, llegados de Italia, con el alma negra -que es ése el luto más verdadero- por la pérdida del más grande entre los grandes.
-¡Miguel Ángel, se nos ha ido Miguel Ángel! -gimió Harry, con las lágrimas dando patadas a la puerta de la flema patria de los ingleses.
Y Jack ni tan siquiera intentó contestar, pues él estaba pasando por lo mismo o peor.
Por detrás, más veloz, más alegre, más jinete como Dios manda, llegó un risueño señor de barba.
-¡Buenos días, señores! -saludó.
-¿Qué pueden tener de buenos?
-¿Qué les pasa a ustedes?
-¡Pues que se ha muerto Miguel Ángel Buonarotti, y con él Arte, y con la él la capacidad del Ser Humano de expresarse como tal, se ha muerto la Belleza, la Inteligencia...!
-¡Hombre, no se ponga así! Seguro que algún consuelo nos llegará del cielo.
-No creo.
-En fin, les dejo, que llevo prisa: me espera mi mujer en el pueblo. Está embarazada, ¿saben?, y puede dar a luz en cualquier momento...
-¡Pues nada, que venga bien el bebé!
-Espero que sí. Si esta vez es un niño le queremos llamar William, es un nombre que nos gusta.
-¿Se llama usted así?
-No, yo me llamo John...John Shakespeare, de Stratford-on-Avon, para serviles.
-Adiós, pues señor Shakespeare.
-¡Adiós, y alegren esas caras, que ya verán cómo Dios les envía pronto otro regalo!
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