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sábado, 5 de mayo de 2012

Dios Aprieta, Pero No Ahoga.

Los dos jinetes cabalgaban, pero no como usted se imagina. Sus monturas no eran elegantes, ni briosas, ni hacían que el eje mismo de la Tierra se tambaleara a cada impacto de sus cascos. Más bien, se arrastraban lentas sobre el camino, reflejando como espejos el ánimo de los hombres a los que transportaban.

-¡Jamás habrá otro como él, Jack!

-¡Nuncá lo habrá, Harry!

Los jinetes eran amantes del Arte, lo que tenía su mérito en pleno siglo XVI. Amantes a los que les habría encantado casarte con Ella, pero su falta de talento se lo había impedido.

Los hombres estaban recién retornados a su Inglaterra natal, venidos de lejanas tierras, llegados de Italia, con el alma negra -que es ése el luto más verdadero- por la pérdida del más grande entre los grandes.

-¡Miguel Ángel, se nos ha ido Miguel Ángel! -gimió Harry, con las lágrimas dando patadas a la puerta de la flema patria de los ingleses.

Y Jack ni tan siquiera intentó contestar, pues él estaba pasando por lo mismo o peor.

Por detrás, más veloz, más alegre, más jinete como Dios manda, llegó un risueño señor de barba.

-¡Buenos días, señores! -saludó.

-¿Qué pueden tener de buenos?

-¿Qué les pasa a ustedes?

-¡Pues que se ha muerto Miguel Ángel Buonarotti, y con él Arte, y con la él la capacidad del Ser Humano de expresarse como tal, se ha muerto la Belleza, la Inteligencia...!

-¡Hombre, no se ponga así! Seguro que algún consuelo nos llegará del cielo.

-No creo.

-En fin, les dejo, que llevo prisa: me espera mi mujer en el pueblo. Está embarazada, ¿saben?, y puede dar a luz en cualquier momento...

-¡Pues nada, que venga bien el bebé!

-Espero que sí. Si esta vez es un niño le queremos llamar William, es un nombre que nos gusta.

-¿Se llama usted así?

-No, yo me llamo John...John Shakespeare, de Stratford-on-Avon, para serviles.

-Adiós, pues señor Shakespeare.

-¡Adiós, y alegren esas caras, que ya verán cómo Dios les envía pronto otro regalo!

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