El Padre José jugueteaba pensativo con el auricular mientras esperaba que trajeran a su interlocutor.
Por fin se había decicido a visitarle, aunque no sabía realmente la razón: ¿morbo?, ¿consolar a un preso?...Seguramente, de todo un poco había.
Recordó la confesión de su amigo el inspector de policía. ¿Cómo culparle? Oír hablar de Amor, Bondad y Perdón delante de un grupo de niños a un sujeto culpable de más de una veintena de asesinatos a sangre fría y no saltar no es tarea sencilla. Y, en cualquier caso, él estaba para ser instrumento de Perdón, jamás para culpar.
Entonces entró el recluso 2342. Erguido, orgulloso. Se sentó y tomó el teléfono como quien va a atender una llamada del mismísimo rey del mundo. El Padre José no pudo evitar una sacudida de escalofrío ante semejante presencia.
-Buenos días, padre.
-Hola. Me sorprende su visita. Lo cierto es que no recibo muchas. Ya ve, he sido traicionado y abandonado por aquellos que creía mis amigos. Pero no crea, eso me llena de gozo, me hace partícipe del destino mismo de Cristo, de su sacrificio y de su dolor.
Curioso concepto de la traición el de esa gente: había llamado traidores a los pobres muchachos a los que asesionó, al soldado que lo denunció y al policía que lo había arrestado.
-Bueno, padre, ya ve que no está sólo del todo.
-Le repito que me da igual que vengan o no a verde. Yo tenía una tarea que cumplir y lo hice con orgullo y convicción. Era voluntad divina. Ahora, satisfecha la misión, mi vida poco importa.
Convencido, aquel hombre estaba convencido de que lo que había hecho, de que todas las muertes de las que se le había declarado culpable, habían sido algo santo y justo.
Mientras fijaba su mirada en el personaje tras el cristal, mientras simulaba escuchar todo su discurso de fanático, al Padre José le asaltaron dos dudas: ¿era posible que su Dios y el de ese tipo fueran el mismo?, y, ¿cómo juzgaría el Señor a aquel hombre, convencido que todo el Mal que había hecho era el Bien, un Bien en nombre de Dios?
Dos preguntas sin respuesta para un simple hombre, claro está. Pero el Padre José tenía toda la Fe del mundo en que Dios tenía la solución perfecta para aquellas dos inquietantes incógnitas.
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