"Padre Nuestro que estás en los cielos..."
Cuando uno estás acorralado por el enemigo, cuando la tierra levantada por la última explosión te ha manchado el rostro, sólo queda rezar, porque, seguramente, sólo queda morir.
Por fortuna, el comandante -áquel capitán al que había conocido en el centro de detención- estaba muy dispuesto a salvar al país electrocutando a estudiantes, pero no perdiendo la propia vida. Así que se rindió sin plantar más batalla.
Mientras caminaban en fila, con las manitas sobre la cabeza y los británicos a los lados, el que fuera soldado y ahora era cabo no dejaba de darle vueltas a la misma idea: había estado bien cerca de presentarse ante el Señor y lo habría hecho con las manos manchadas de sangre. Le daba igual lo que el cura ese del cuartel le hubiera dicho, no tenía la conciencia tranquila, y sentía la imperiosa necesidad, la necesidad vital, de limpiarla.
Nada más llegar a casa, después de perder la guerra de otros, fue en busca de ayuda.
El padre José era conocido porque no era como la mayoría de los demás. La gente decía, en broma pero muy en serio, que era uno de los pocos curas por allá que creía en Dios.
Lo confesó todo, hasta quedarse vacio de lágrimas y mierda. Y, después, le hizo un ruego:
-Padre, yo todo esto lo quiero denunciar ante los hombres, al igual que lo acabo de hacer ante Dios...
-¿Sabes las consecuencias que eso te puede traer?
-Han estado a punto de reventarme con una bomba y mandarme de cabeza al Infierno. Después de eso, nada temo...
-Ya. ¿Estás seguro, pues?
-Del todo.
-Bien, conozco desde que eramos críos a un comisario de policía, un gran tipo. ¿Quieres su teléfono?
-Sí, por favor.
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