Para mí, un chaval que no ha jugado a las chapas no ha tenido una infancia como es debido. Y le costará a usted mucho convencerme de lo contrario.
Eran, claro, otros tiempos. Una época en que los ciudades y los colegios se permitían el lujo de tener parcelitas vírgenes de cemento.
La chapas siempre fueron flor de temporada, la de la Vuelta Ciclista a España. Era entonces cuando, con las manos a modo de Ministerio de Obras Públicas, se iba trazando el recorrido, siempre a gusto de los consumidores: largas rectas donde demostrar la potencia de nuestro tiro, endiabladas curvas donde lucir toda nuestra pericia...
Y luego, estaban, por supuesto, las reinas de la fiesta: las chapas en sí. De cualquier bebida posible, aunque, de lejos, las más codiciadas eran los "chapines de Cinzano", legendario tesoro, tanto por sus asombrosas cualidades como por su increible escasez. (A falta de ellos, las chapas los botellines de la bebida "OK" tambiéne estaban muy bien).
Pero, chapa aparte, la gracia estaba en decorarlas. Vendían pegatinas prefabricadas con la cara de los ciclistas, pero eso era una traición. La bonito era hacerse uno su propio equipo, delineando la silueta de la chapa sobre una cuartilla, decorándola con los colores oficiales del equipo a rotulador, recortándola y poniéndola dentro de la chapa, fijada con una capa de forro de libros -si es que uno era un perfeccionista-.
"Rendondilla", "Trasquilón", "Chapa la cune", dígale esto a un muchacho de ahora y todo lo que obtendrá será un gesto de sopresa encogida de brazos.
Nada saben de los dos grandes estilos de la carrera de chapas: el potente impulso del índice exento al ser liberado por el pulgar (ideal para las rectas) o el mucho más técnico gesto en que el índica se tumbaba sobre la arena antes de golpear.
Lamentablemente, ellos se lo pierden (o, mejor dicho, se lo están perdiendo). Pero bueno, como tantas otras cosas...
El equipo Dormilón siempre gozó de mis preferencias, sin que supiera yo la razón.
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