A Rober, las vueltas de la vida le había puesto encima de la bota que durante tanto tiempo le había oprimido y hecho sufrir, y lo habían hecho cuando él era fuerte y su enemigo inmensamente débil.
Dice la lógica de los rencorosos que en el ocaso del que te ha hecho daño hay una satisfacción más propia del placer. Pero Rober no era así. Delante de sus ojos no veía a un feroz enemigo pudriéndose a la velocidad del sonido, tan sólo a un indefenso viejo agonizando. Cuando eres pobre y lo único que tienes de cierto valor es el córazón, no quieres que se te pudra.
No obstante, había querido estar presente, quizás para asegurarse de que realmente moría.
El Otro, incluso en su agonía, le había reconocido.
-Ya veo que vienes a verme morir...Estarás contento.
-No.
-¿No me odias?
Rober dudo un latido de corazón.
-No -contestó firme.
-Gracias. Te admiro por ser así, después de todo lo que te hice...
Rober torció el gesto, como quien esquiva un puñetazo. No guardarle rencor a alguien no significa que desees nada de él.
-No, no le guardo rencor, pero cuando Dios le juzgue, y me cite como testigo de la acusación, no espere que mienta por usted.
Nadie, ni siquiera Rober, es perfecto. Sin duda el Bien había vuelto a triunfar sobre el Mal en ese eterno campo de batalla que son los corazones humanos. Pero, por otra parte, estaba claro que el Mal acababa de marcar el gol del honor.
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