Ahí terminaba el relato, el inquietante relato.
¿Estaba mi amigo en lo cierto? ¿Habían ejecutado sin defensa ni juicio a la persona cuyo nombre sólo se atrevía a insinuar? De ser cierto, ya se lo anticipé, el asunto era de incalculable relevancia, porque le habían robado a la Humanidad la versión del monstruo de una de las mayores monstruosidades del siglo XX.
¿Por qué no se le había juzgado como al resto? ¿Por qué no habían lucido el trofeo de caza más codiciado? ¿Por qué no se le había dejado hablar? ¿Es que temían que revelara algo que debía permanecer eternamente oculto a cualquier precio?
¿O acaso no se sentó ante un tribunal porque así lo exigieron los que lo traicionaron? ¿Quiénes fueron? ¿A cambio de qué?
¿Quiénes estuvieron presentes tras aquella puerta? ¿Sintieron alivio al ver cumplida su venganza? ¿Había alguien más al corriente de toda la operación? Estaba seguro de que los soldados que trajeron al preso no eran conscientes del inmenso valor de su carga.
Sospechaba y sospecho firmemente que Woodchat conocía la respuesta a alguna de esas interrogantes, pero, como ya dije al principio, él había decidido que lo mejor era callar y olvidar.
Pensar en todo aquello me producía malestar y un creciente mareo. Por tanto, decidí seguir el consejo de Woodchat: aparqué todo el asunto en algún rincón perdido de mi mente y seguí con mi vida.
Con el deseo de que la siguiente aventura de Woodchar Shrike no fuera tan horriblemente turbadora.
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