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viernes, 1 de julio de 2011

Historia Imaginarias de un Colegio que Jamás Existió: El Hermano Matías y los 40 Ladrones.

-¡Se dejaría usted la cabeza en la sala de profesores si no la tuviera sobre los hombros, don José Luis!

Suspenso en originalidad, aunque el Hermano Amalio tenía razón. Si no llega a ser porque siempre hay un hermano de retén en portería, se habría tenido que pasar todo el verano sin carné de identidad.

Lo había sacado con el fin de que lo fotocopiaran para no recordaba qué papel, y, empujado por las prisas que presiden un fin de curso escolar, lo había metido en el bolsillo de la bata en vez de guardarlo en la cartera. Con las mismas prisas del último día, se había olvidado de rescatarlo y ahí se había quedado, acurrucadito en su taquilla.

Los pasillos y las salas de un colegio vacío son lugares tenebrosos de puro pacíficos, en especial para aquellos que están acostumbrados a recorrerlos sumergidos en el ruido perpetuo de las carreras y los gritos del alumnado.

¿Pasos? ¿Quién más se habría dejado algo?

José Luis Trestuestes asomó la cabeza por la puerta de la sala de profesores, y a lo lejos, distinguió los característicos andares del Hermano Matías, alias "El Boliche". ¿Es que el tío no dejaba de dar vueltas por el colegio ni en vacaciones?

El Hermano Matías se detuvo delante la puerta del cuartito con ventanilla que hacía las veces de papelería del colegio y extrajo del bolsillo del pantalón su legendario manojo de llaves. En efecto, el Hermano Matías poseía la clave de todas y cada una de las cerraduras del colegio. Pero, sin duda, la más preciada y exclusiva habitante del llavero era la del almacén que estaba situado al fondo del cuartito de papelería. Nadie, ni tan siquiera el director, poseía copia. Hacía años que el propio Hermano Matías había cambiado la cerradura y él custodiaba la única llave existente, por lo que era gestor exclusivo del almacén. Cuando llegaban materiales, los repartidores siempre entregaban las cajas en la ventanilla, siendo el propio Hermano Matías el encargado de transportalas a la otra sala.

En lo referente a la contabilidad de la papelería, el Hermano Matías y el Hermano Admnistrador trataban el asunto directamente entre ellos. A la hora de la rendición de cuentas anual, las números siempre cuadraban a la perfección. En cualquier otro lugar, quizás alguien se habría sentido tentado de escarbar un poquito, pero aquello era un colegio de curas, y ciertas cosas era mejor dejarlas estar.

Ajeno a que no estaba solo, el Hermano Matías dejó la puerta de la papelería abierta y se fue en busca de algo, que resultó ser un paquete de mediano tamaño que el anciano metió en la sala con cierto esfuerzo y resoplido. La operación se repitió, ante los furtivos y asomados ojos de José Luis Trestuestes. Cuando el Hermano Matías se fue de nuevo, la tentación atracó a Trestuestes. Seguramente, el almacén -el misterioso almacén- estaba abierto y huérfano de centinela.

¿Por qué no?

Con todo el sigilo que le toleraron los nervios y la excitación, José Luis Trestuestes se dirigió hasta el cuartito de papelería y se introdujo en su interior. Efectivamente, la puerta del almacén estaba entornada. Con la cautela, la reverencia y la emoción de un arqueólogo, la abrió lentamente.

Lo primero que le sorprendió fue que el almacén era mucho más grande de lo que había imaginado, pero esa fue la menor de las sorpresas.

Allí no cabía ni un clip: cajas, y cajas, y más cajas con todo tipo de artículos de papelería y sin abrir; estanterías llenas de libros de texto y cuadernos totalmente nuevos, aunque algo amarillentos ya por los años de almacenaje; colecciones de diapositivas con el plástico puesto, al igual que multitud de cintas de vídeo, e incluso un par de ordenadores portátiles, también en su embalaje original.

Los pasos lentos y los resoplidos se oyeron a lo lejos. José Luis salió disparado y, al amparo de la semi-oscuridad del pasillo y la sordera del Hermano Matías, ganó la sala de profesores sin ser descubierto.

Guardado ese último paquete, el Hermano Matías volvió a cerrar su particular cámara acorazada y desapareció tan rápido como había venido.

De camino a casa, un perplejo Jose Luis Trestuestes no podía quitarse de la cabeza el espectáculo que había presenciado, aquella sorprendente manifestación del más puro "Síndrome de Diógenes" en versión material escolar.

¿Debía hacer algo?

No, mejor no, después de todo, aquello era un colegio de curas, y ciertas cosas es mejor dejarlas estar.




















(El Colegio Imaginario cierra sus puertas hasta Septiembre, pero "Mundo Jackson" continúa).

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