"El placer de la victoria es la alegría propia, no el dolor ajeno. Si cuando ganas, encuentras satisfacción en restregárselo al enemigo por la cara, has perdido en realidad".
Fabián y Domingo habían estado viendo el partido decisivo, cada uno a su modo. Fue al final que Domingo recordó esas palabras que hacía tantos años le había dicho el Capitán Gusanito, y se avergonzó de lo que acabada de hacer y decir.
En efecto, no pasaba un día sin que recordara algo que le había enseñado su Capitán, ni uno solo había pasado en todo aquel tiempo.
Y por la misma razón, siempre había llevado clavada en el alma la traición, y la rabia por no haber tenido el valor de pedirle perdón en su momento. Intentó localizar al Capitán al poco de que se fuera, siguiendo para ellos rumores que afirmaban que estaba repartiendo propaganda por los buzones del barrio, pero jamás logró encontrarle. Ahora podía pedir ese perdón, en realidad, ya lo había hecho, pero lo único que obtenía como respuesta era una sonrisa babeante y vacía, y, sin embargo, con un toque de dulzura y bondad. Hay cosas que nada consigue borrar.
Así pasaba y pasaría todas las tardes, con su Capitán Gusanito, con el hombre bueno que le había ayudado a convertirse en un buen hombre, con la persona que le había descubierto un mundo lleno de humanidad. Recorrería aquella senda tan agridulce como una penitencia, como la multa que le tenía que pagarle a la vida por haber sido tan malo con un hombre tan bueno. Ya no se separaría del Capitán Gusanito, por mucho que le doliera saber que el perdón que tanto ansiaba, por el que daría la vida, jamás le sería concedido en el modo que él precisaba.
"Nunca te enfades con nadie que te importe, puede que nunca tengas ocasión de pedirle que te perdone".
El Capitán Gusanito siempre estaba en lo cierto.
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