Domingo nunca fue un alumno brillante, no por vago sino por torpe. Domingo no daba para más, y suerte tuvo de encontrar aquel trabajo en la residencia de ancianos. Nada especial, tan sólo entender y cumplir órdenes sencillas que precisan de mucho más músculo que cabeza. Sin embargo, le hace feliz, porque por fin había cumplido su sueño de sentirse necesario y útil.
Domingo pasa la mayor parte del tiempo con los internos "asistidos". Ahí es donde su fortaleza física, su paciencia y su cariño son más provechosos. La mayoría ni le hablan, o hablan sin decir nada (incluso algunos hasta le chillan), pero a Domingo le es igual, les acaricia y les mima de todas maneras. Las sonrisas ocasionales que le tributan son más que suficiente motivación y estímulo.
La Banda del Capitán Gusanito, así llama él en broma a los ocupantes de la sala de asistidos. Sus compañeros le siguen la broma, ayuda a endulzar un poco aquel lugar tan vacío de futuro, y también de presente o pasado. En realidad, tan vacio de todo lo que no sea lenta espera y tránsito a ninguna parte.
"¿Cómo estáis hoy, mis valientes?", dice siempre -con voz de bandolero de opereta- cuando entra a la sala para comenzar su turno.
"¡Con el cuchillo entre los dientes y listos para el combate!", le contestan el resto de trabajadores, e incluso algún interno con un punto de lucidez en el agujero negro de la demencia senil.
"¡Pues al ataque la Banda del Capitán Gusanito!", replica Domingo.
Es una de esas cosas pequeñas y maravillosas que hacen llevadero el día a día.
Aquel día, Domingo cumplió con el rito, como siempre.
-¡Mira, Domingo, tenemos a un miembro nuevo en nuestra banda!
-¿Sí?, ¡qué suerte! ¿Como te llamas, bandolero!
El anciano se limitó a levantar la vista hacia el estímulo sonoro y sonreír bobalicón.
-Se llama Fabián Duque.
Domingo, en cambio, se quedó helado.
-¿Es...es usted, mi Capitán?
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