Debe ser por eso que tenemos esa inmensa facilidad (y necesidad) para picarnos con todos y por todo.
Ya desde el colegio, estamos más preocupados por la nota del vecino que por la nuestra. ("¿Qué has sacado?...¿7? Bueno, no está mal...¡Yo un 8!"), por no hablar del patio (esos eternos duelos deportivos de la máxima rivalidad entre el A y el B) o los juegos escolares, marco tradicional de piques con solera (en especial, entre colegios de la misma orden religiosa...y no sólo por parte de los niños).
Luego, uno va creciendo (en Madrid y del Madrid), y va mamando eso de estar picado con los del Atleti, con toda la Cataluña culé, con los franceses, con los alemanes...
Y, a menor escala, también termina picado con el vecino del cuarto porque pone la tele alta, con el de enfrente porque te quita la plaza de aparcamiento y con "el tío ese tan gilipollas con el que coincido todas las mañanas en el bar para desayunar".
Haga la prueba, apuesto a que es usted incapaz de pasarse una semana de crucero por el Mediterráneo sin acabar picado con algún otro viajero. Un mal gesto a su hijo, que se le cuele en la cola de buffet o que le salpique en la piscina...¡y ya le hemos liado! Le pondremos un mote en plan "Don Tontín" -dado que desconocemos su nombre real- y nos pasaremos el resto del viaje observando y criticando sus movimientos y buscando la mínima oportunidad de quedar por encima de él. Pique, que por supuesto, contagiaremos a toda nuestra familia.
Termino como empecé, constatando que los piques son la sal de la vida, o, para ser fieles al refrán, el ajo que se comen muchos para condimentar sus insípidas existencias.
(No obstante, lo de estar picado también suele hacer sufrir un montón y, me parece a mí que muchos piques no pueden ser buenos, que luego te termina apestando el aliento a ajo...o a jodido).
(Más de 1.000 entradas de este blog, y creo que en ninguna encaja la foto tan perfectamente como ésta).
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