Jack y Jake se conocieron durante el viaje en autobús al campamento militar. Ninguno lo quería admitir, pero sentían cierto miedo, y de la necesidad tan humana de tener un apoyo para hacer frente a ese miedo nació una amistad que fue creciendo durante el periodo de instrucción. Curiosa amistad, dado lo muy diferentes que eran.
Jack era un muchacho de campo, tradicional, patriota y creyente desde la cuna. Había aceptado la llamada de su país como un deber natural e ineludible con el que cumplir. Al miedo a la muerte lo combatía con su Fe, pero contra el miedo a tener que matar no encontraba armas.
Jake era un chavalote de ciudad, que había crecido silvestre por entre el asfalto. A él, eso de que le reclutaran para ir a la guerra le parecía hasta atractivo. Al fin y al cabo, lo única que iba a hacer era cambiar los callejones por la selva y los pandilleros por los guerrilleros (o de eso intentaba él autoconvencerse).
Eran inseparables, salvo los domingos por la mañana. Jack no faltaba nunca al servicio religioso, mientras que Jake -ateo convencido- aprovechaba para recuperar un poco de sueño o bajar al pueblo a tontear con las jovencitas locales. "¡Pídele a tu Dios balas y puntería!", y cosas parecidas le solía decir para tomarle el pelo y picarle, lo que lograba con suma facilidad.
Terminada la instrucción, el caprichoso destino (o, mejor dicho en este caso, los destinos) les llevaron a una separación forzosa. En mitad de una guerra era absurdo intentar mantener el contacto, por lo que ambos hicieron un pacto de amigos: se citaron para exactamente dentro de diez años a las diez de la mañana en la cafetería de la misma estación de autobuses donde se habían conocido. Si uno no se presentaba, el otra ya sabía cuál había sido su triste destino, pero, sin duda, con la larga que había sido ya la separación, la pérdida resultaría de seguro indolora.
* * *
Jack volvió a mirar nervioso su reloj. Todavía faltaban unos minutos y, de todos modos, Jake no solía ser puntual. Sí, hasta las diez y cuarto no empezaría preocuparse en serio. ¡Deberían haberse intercambiado direcciones en vez inventarse ese juego romántico y estúpido! En fin, en aquellos días eran dos niñatos tontos.
Palpó por enésima vez el bolsillo de la chaqueta para comprobar que el paquetito estaba todavía allí. Estaba. La caja que contenía la medalla, su medalla, la que le habían dado por matar personas. No se sentía orgulloso de ella, de hecho, planeaba tirarla en la primera papelera que encontrara, a ver si así se podía quitar un poco del asco y la vergüenza que le producía lo que había hecho para lograrla. Pero antes, ignoraba la razón, quería que Jake la viera.
Rememoró aquellos momentos: la oscuridad, la confusión, la locura, el miedo...los gritos: los del enemigo, los de sus compañeros, los suyos. "¡Comed balas, hijos de la gran puta!" Las detonaciones como patadas en la cara, la sangre salpicada...
"Ya está, tranquilízate". Se secó la lágrimas y volvió a centrar toda su atención en la puerta. Las diez, en su reloj de pulsera y en el de la estación, visible desde la ventana, la cual sonó por efecto de unos nudillos.
Aquellos diez años también habían sido muy largos para Jake, pero ese rostro tras el cristal, aunque avejentado en exceso, seguía siendo inconfundible. Jack se levantó y, como un niño en la mañana del Día de Reyes, salió corriendo en busca de su regalo.
-¡Jake, cacho cabrito, lo conseguiste! ¡Dame un abrazo!
-Lo conseguimos los dos.
* * *
Jack ya había retrasado el momento tan temido dos tazas de café, así que decidió no esperar una tercera.
-Sabes, amigo, hay algo que tengo...que quiero contarte. De lo que pasó en la guerra...Ya sé que son así...pero...
-¿Me estás pidiendo confesión, hijo?
A Jack le molestó el comentario.
-¡Ya sabes que ese tipo de bromas no me hacen ninguna gracia!
-¿Quién está de broma?
Jack se quedó como helado, al tiempo que en la cara de Jake se dibujaba una sonrisa de bondad guasona.
-Ya ves, Jack, yo también tengo algo que contarte. No eres el único al que le pasaron cosas importantes en la guerra.
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