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lunes, 11 de enero de 2010

Charlas y Charlatanes.

Desengáñese, una charla no le cambia la vida a nadie. Eso sólo pasa en las películas. Puede que le haga pensar de camino de casa en el Metro, lo cual no tiene mérito, porque entre estación y estacíón una ocupa la cabeza en cualquier cosa. Pero, le reitero, para cuando se levante al día siguiente, el hechizo ya habrá pasado.

¿Por qué será, entonces, que hay gente que se gana la vida (y la gana por goleada) dando charlas? Pues porque son, como todos los elementos decorativos, algo inútil de una tremenda utilidad.

Tomemos, por ejemplo, la Educación Vial. En teoría, una parte del saber que la juventud debe mamar de las tetas del Sistema Educativo (¡toma frase!), pero que, en la práctica, no encuentra su sitio entre tanta ecuación y tanto complemento agente. Solución, se llama al Ayuntamiento, nos envían a un par de policías y en dos horas solucionan el tema. Nosotros lo podemos en nuestra Memoria de Actividades, ellos lo ponen en la suya y así documentamos todos que hacemos "Educación Vial".

¿Resultado? Móntese en un coche donde un chaval de veinte años esté al volante. Yo lo hice, siendo conductor un sujeto que se había tragado charlas de Educación Vial en mi presencia, y el paseíto todavía me produce pesadillas los jueves alternos.

Lo mismo aplicable a las charlas de prevención de la violencia, el alcoholismo...

Pero, además de su innegable poder para justificar que "hacemos algo", las charlas también visten mucho. Que una inauguración de curso académico o cierre de convención empresarial sin su "ponente estrella" siempre queda como soso, sin cuerpo.

Así que invitamos a un ex-presidente de algo, que nos diga cuatro chorradas (pero muy bien dichas, eso sí), le hacemos una foto con el logo de la empresa, le soplamos el cheque obeso y todos contentos. Él con su pasta, nosotros con nuestro prestigio.

(¡La envidia que me dan esos tipos que se llevan -tirando muy por lo bajito- 300 eurazos por hablar una horilla! ¿Se me nota mucho?)

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