La clase le estaba marchando razonablemente bien a Ismael. Hasta que el pomo de la puerta se giró lentamente y la puerta se abrió con aún más pausa y sigilo. Pero se abrió.
-Con su permiso, don Ismael.
Cualquiera no se lo da. En fin, sólo quedaba esperar. Podían ser cinco minutos, diez, quince en el peor de los casos...
Nadie sabía a ciencia cierta la edad del Hermano Matías, y averiguarlo era una tarea imposible, dado que en las antiguas orlas de hacía veinte años estaba igual de requeteviejo y calvo. Quizás, como alguien comentó medio borracho en una Cena de Navidad, había alcanzado el tope del envejecimiento, un estado físico en que al organismo le es imposible arrugarse más. Aunque pudiera ser que ya fuera un anciano con treinta años.
Aquella tarde tocaba política, una de las especialidades de "El Boliche" (inevitable mote por el que el alumnado había conocido al Hermano Matías desde tiempos inmemoriales): "No escuchen las voces de los demagogos, jóvenes".
Ismael se sintió tentado de decirle que la advertencia era del todo innecesaria, pues aquellos adolescentes no escuchaban a nadie, pero se contuvo. Con una sonrisa íntima e irónica, se preguntó si alguno de esos muchachos sabría qué demonios era un demagogo. Miró de reojo a su reloj. Ya iban diez minutos. ¿Por qué leñes no se iba aquel hombre a una casa de espiritualidad de la orden a disfrutar de su jubilación y dejaba de dar la plasta en el colegio?
El Hermano Matías nunca asumió eso de que le jubilaran de sus clases de religión (de hecho, eran muchas las cosas que no había conseguido asimilar en los últimos 30 años). Él, que estaba en su mejor momento. Se negó en rotundo a abandonar la actividad y el colegio, y ahora repartía su tiempo entre la atención de la palería del centro - abierta durante los recreos y la hora de la salida- y dedicarse el resto de la jornada a vagar por aulas, patios y pasillos para mangonear a discreción y capricho. Sus únicos momentos de asueto eran una lectura detallada del diario a medio día y largos paseos de tarde. Había un alumno que juraba haberlo visto entrar en un céntrico sex-shop de la ciudad, pero eso jamás se pudo demostrar.
-Y, sobre todo, jóvenes, sean patriotas. Eso es lo más importante en esta vida.
Bueno, ya estaba. Esa frase era siempre el remate de la charla política. Ismael se fijó en que un par de alumnos se miraron un pestañeo y luego agacharon una sonrisa. Obviamente, él no era el único que se daba cuenta de que el Hermano Matías siempre soltaba el mismo rollo.
-Bien, don Ismael, prosiga con la lección.
-Muchas gracias, Hermano Matías.
Y la puerta se cerró a la misma cámara lenta con que se había abierto.
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