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domingo, 19 de octubre de 2008

Cuentos de Hadas que Terminan Regular: La Princesita Alcohólica.

¡¡¡Ring, ring, ring!!!

-¡Va, va! -Maldito telefonillo chillón de madrugada, peste perpetua del empleado de finca urbana- Sí, buenas noches, doña Pilar. Sí, nada, nada, nada que perdonar. La señorita Leticia otra vez, ¿verdad? Bueno, me pongo algo y ya estoy allí.

Cada dos por tres, ración de lo mismo. Las tantas y esa chavala tirada como una cuba en el portal. Alguien debería hacer algo.

-Perdone una vez más que le haya molestado, Felipe, pero es que la pobrecita está un poco mareada y sola no puedo con ella.

-Nada, nada, no se preocupe, doña Pilar, ya me encargo yo...¡Arriba, señorita!

Doña Pilar, mitad cotilla empedernida, mitad buena samaritana. Se sabía toda la vida de todo el bloque y media vida de medio barrio. Por eso, y por su pertinaz insomnio, siempre estaba pendiente de las salidas y las entradas de su díscola vecinita.

-Señora, ¡qué buena es usted conmigo! ¡Es como si tuviera mi propia hada madrina!-es difícil entenderla con la jotaberiana que lleva encima.

Menos mal que la chica esta delgaducha y no cuesta transportarla al ascensor. Nada extraño. ¡Ojalá comiera la mitad de lo que bebe! Sí, alguien debería hacer algo.

-Sabes, yo no estoy borracha. Es una brujita mala que me ha echado un hechizo y por eso me pongo así las noches de luna llena. Sólo hace falta que venga un príncipe y me libere con un beso de amor...¿Eres tú un príncipe? ¡Dame un besito!

-Venga, venga, señoria Leticia, que ya llegamos.

¡Joder, qué aliento! ¡Con lo mona que es la chica y qué pena verla así! Seguro que en el colegio mayor la tenían más controlada. Sin duda alguna, alguien debería hacer algo.

-Muchas gracias, Felipe, ya me encargo yo de acostarla.

-Muy bien, doña Pilar. Hasta mañana.

¿Y qué podía hacer él? Al fin y al cabo, la señorita Leticia era una de tantas, de millones de participantes juveniles de la lotería "Sea un Alcohólico de por Vida". Lo más probable es que no le tocara. Aun así, no estaba tranquilo. Quizás debería armarse de valor y abrirle su corazón de una puta vez. Decirle que la ama en secreto, que le quema el pecho y se le seca la garganta al verla así, que tiene miedo de que ella acabe como el padre de él: un cualquiera cobarde, fracasado y miserable que calmaba sus frustraciones a golpe de lingotazo de garrafa y guantazos a su mujer.

Sí, haría algo, porque tenía que hacerlo. Aunque seguramente fuera un esfuerzo estéril del que no sacaría más que dos o tres gritos indignados y, con mala suerte, la cola del paro. Daba igual, había que intentarlo.

Aquella noche, Felipe soñó ser un príncipe azul y mataba a un dragón que destilaba muerte por la boca. Debieron ser las judías de la cena.

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