Éramos los dos extremos de aquella liga cadete. Él, el mejor del mejor equipo; yo, el peor del peor. El resultado fue el que cabía esperar: 120-22. En realidad, fue una paliza casi sin querer, más fruto de la inercia que de la crueldad. Si hubieran jugado a tope, nos habrían metido 200-0.
Cuando terminó el partido, todos fuimos en tropel a estrechar su mano, como un honor presente y futuro. No en vano, los que sabían del tema decían unánimes de él que estaba destinado a ser el mejor base español de la historia. Grabé con mimo aquel breve saludo en mi memoria, con de la certeza de que era algo que en el futuro contaría con orgullo a la mínima ocasión.
18 años después, poco encuentro de lo que presumir. No puedo decir que él sea un fracasado, pues ha tenido una correcta y larga carrera profesional e incluso se ha permitido el lujo de estrechar alguna copa que otra entre sus brazos, pero, mucho me temo, cuando se retire, su nombre se diluirá en la historia como uno más. Lejos, muy lejos, queda aquel butacón en el Olimpo de las leyendas del 3,05 que le auguraban de chaval.
¡Tantas grandes promesas del deporte que se quedan en nada o casi! ¡Tantos periodistas babosos y enteradillos con cargo que encumbran en un pedestal de mentiras e ilusiones a pobres adolescentes a los que ellos mismos luego dejarán a merced de los perros de la crítica y el olvido!
El deporte de base. Fuente de alegrías, ilusiones y, por desgracia, muchos sueños rotos con sabor a sinsabor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario