¿Me llamaría usted grosero si compara ir a votar con ir al cuarto de baño? Pues ya puede ir empezando, aunque la cosa seguramente no va por donde usted piensa.
No es que compare mi voto con una caca. Todo lo contrario, mi voto es mi tesoro más valioso como ciudadano. Tanto lo quiero, que siempre que hay elecciones me entra lo que denomino el "retortijón democrático", definido como un dolor de estómago cívico que me impulsa a ir a votar de una manera absolutamente imperiosa.
Lo malo del tema es que el retortijón siempre me ataca en el bar de nuestra política, que resulta ser uno de esos a los que, de puro guarros, Sanidad no manda a un inspector, manda a los GEOs. Así que no me queda otra que ir váter por váter, buscar el que me parece que está menos sucio y decantarme por él. Esto es para mí decidir el voto: el proceso por el que uno busca el partido menos pringado de corrupción, mentiras y egoísmo y le da su confianza.
Y así me alivio mi retortijón, votando. Sé que habrá quien me diga que es mejor y más sencillo pasar del tema. Pero es que, le repito, a mí me recorre una cosa por toda la tripa que no puedo aguantarme. O voto o me lo hago encima.
No comulgo con la foto. Hay que votar, aunque sólo sea por aquellos que se dejaron la vida y muerte para que lo pudiéramos hacer.
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