Había bajado miles de veces a las pocilgas de esta vida -por mil y una razones-, pero era la primera vez que visitaba un palacio. El tipo que me acompañaba no pudo evitar una leve sonrisa al percatarse de mi sorpresa.
-No se esperaba esto, ¿verdad?
-Lo cierto es que no. No sé qué pinto yo en un sitio así.
-Lo que ya ha pintado un buen puñado de veces para el Gobierno de Su Majestad.
-¿Qué pretenden, que cuelgue al mayordomo?
El tipo se sonrió, ahora con más ganas. Y esa sonrisa no me gustó un pelo.
Las puertas se franqueaban con toda celeridad, sin hacer preguntas.
Pero, para mi decepción, no llegué a una gran sala, sino a un sórdido cuartucho, sorprendentemente similar a los que tan bien conocía de las cárceles.
-Mandé que lo reprodujeran según las especificaciones legales. Espero que lo encuentre de a su satisfacción.
Aquella voz me resultaba familiar, mucho, pero no sabía de qué. Me di la vuelta para salir de la duda.
Como ya indiqué previamente, la vida me había preparado para casi todo, y esa era uno de mis pocos excepciones.
No supe cómo dirigirme a aquel hombre. Él se percató y, con esa sonrisa de dandi impertinente que tantas veces había visto en los noticiarios, me estrechó su mano -enguantada-.
-Llámeme "señor Duque".
Así lo haría, pues.
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