Aquel jueves había poca faena: tan sólo un treintañero al que se le había venido la vida encima. La experiencia le decía que igual algo se podía hacer. Él o "El Jesuita".
"El Jesuita" era eso, un jesuita. Jesuita, setentón y calvo.También él se había prestado al inusual y complicadísimo servicio, y coincidía con Ben con frecuencia.
Al principio, Ben sintió la inclinación natural de picarse con "El Jesuita", a ver quién convencía a más gente de que saltara para salvarse desde las mismas fauces de la muerte. Pero tardó en darse cuenta de que aquello era absolutamente absurdo: lo importe era que pasara el milagrito, y no si era religioso o laico.
Así pues, esa era la situación: un joven que creía en los hombres, un anciano que creía en Dios, dos polos opuestos atraídos por el mismo fin y que, a su modo, se atraían mutuamente.
-A este de hoy, por la edad, seguro que le vas a convencer tú.
-¿Por la edad? ¿Es que por ser joven tiene que ser sordo a la palabra de Dios, pater?
-No, pero es más probable que sea sordo a la palabra de los curas. Las señoras mayores nos hacen mucho más caso.
-Ese tipo de persona rara vez llega a aquí.
-Muy rara vez.
-¿A qué hora está citado, pater?
-Ya debería estar aquí.
-Quizás se lo ha pensado mejor.
-Ojalá, pero me temo que será el tráfico, Ben.
-Claro...¿Cómo vendrá la gente a esto?
-En taxi me parece a mí lo más propio.
-¡Yo vendría dando un paseo!
-La gente que da paseos nunca decide que quiere morir, mi estimado Ben.
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