Se ha perdido -o, al menos yo no sé encontrarla- esa costumbre tan bonita de que los grandes de la Letras se lleven rematadamente mal en público.
¡Qué nostalgia de aquellos enfrentamientos (casi) siempre dialécticos, que nos regalaron tantas y tantas anécdotas para hacer más llevaderas las lecciones de Literatura de los jueves por la tarde!
(Inciso: una de las reglas básica de la Docencia es que los alumnos siempre se quedan con lo anecdótico, y jamás con lo substancial).
Lances de ingenio y verbo en los que dos mentes tocadas por la varita de las musas chocaban, se exprimían al máximo en décimas de segundo y nos regalaban perlas impagables.
Y en la raíz de todo el asunto, la dichosa Doña Envidia, esa enfermedad que se te cuela en el Alma por el hueco del Orgullo para terminar por destrozarte. Y es una afección a la que cualquier artista es especialmente propenso, y para los que resulta especialmente dañina: porque sabes que el condenado es igual de bueno que tú, puede que mejor, pero no, no y no quieres admitirlo ante los demás, y mucho menos ante ti mismo, y la única manera que se te ocurre de luchar contra tan desagradable sensación es atacarlo.
Hecho de menos, en suma, diálogos de este tipo:
-¡Me ha gustado mucho tu último libro! ¿Quién te lo ha escrito?
-La misma persona que te lo ha leido a ti.
-La pena es que lo leí en formato electrónico. Me gusta más leerte en papel, ¡es tan incómodo limpiarse el culo con la pantalla del ordenador!
¿Usted no? Ahora esta función social la desempeñan políticos y deportistas, y, si le soy sincero, no es lo mismo...Ni de lejos.
Dice la evidencia que Quevedo y Góngora no se podían ni ver, y se lo demostraban a la mínima ocasión posible. Dice la leyenda que los enemigos intímos (y amigos jurados) William Shakespeare y Ben Jonson chocaban con frecuencia sus ingenios con la londinense taberna "The Mermaid" por testigo, pero esto resulta imposible de demostrar.
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